Eran las dos de la tarde. El día estaba fresco, sin rastro de lluvias, atípico en los últimos días de octubre. La dirección que me dieron para llegar a mi cita fue exacta y fácil de ubicar, claro gracias a un gran rótulo que cuelga frente a la propiedad.

Un portón blanco divide el espacio público de la propiedad privada. Desde afuera es fácil percibir que no se trata de una casa común. Se nota que ahí dentro vive más de un niño. No se escuchan, pero las bolitas de colores son evidencia suficiente.
La cita era a las dos de la tarde con quien vio nacer aquel espacio. Ella sería la que nos explicaría a detalle de qué se trata lo que el rótulo anuncia como Hogar Fe Viva. Sin embargo, los compromisos le pasaron una mala jugada y le robaron más tiempo del que tenía previsto.
Atravesamos dos portones. Nos sentamos frente a un escritorio en una pequeña oficina. Conocimos a un par de colaboradoras. Sonó el teléfono y quién nos atendía lo dejó de hacer, necesitaba resolver un par de trámites “rápidos”, regresó y el teléfono volvió a sonar, una visita inesperada estaba en camino.
De repente tuvimos que salir de la oficina, esperamos en el corredor como si de una sala de espera de hospital se tratara. Algo sucedía. “No es habitual”, asegura Fabiola Urbina, amiga de aquella casa.

Un carro se parqueó frente a la propiedad y de él bajó una mujer de tez morena con un chupón en una mano y una niña envuelta en una cobija rosada arrollada en sus brazos. Detrás de ella venía un hombre con documentos y más tarde una mujer con aura de humildad pero con un peso de responsabilidad en sus hombros, María, la fundadora de Hogar Fe Viva.
En la pequeña sala estaba todo el equipo necesario: abogados, representantes legales, sicólogos, cuidadores, personal del Patronato Nacional de la Infancia y la misma niña envuelta en una sábana rosa.

Nuestra presencia ahí fue de casualidad, ellos no sabían que la pequeña llegaría en ese momento. Pero lo cierto del caso fue que fuimos testigos de lo que ellos llaman un parto de papel, el arribo legal de un nueva integrante a la familia.
Hogar Fe Viva es un albergue para niños con edades entre cero y seis años en estado de abandono o en proceso de protección. A la fecha han recibido más de 90 menores de edad, muchos de ellos con dificultades de salud.
Complejidad. “Cuando nos consultaron que si teníamos espacio para una nueva niña no lo dudamos. Hasta que llegó acá nos dimos cuenta de que estaba enferma. No significa que no la vayamos a recibir pero cambia el panorama”, comentó Urbina.
Daniela no tenía gripe o vómito, ella es un caso muy particular pues sufre de hidranencefalia, malformación congénita donde los hemisferios cerebrales son sustituidos por sacos llenos de líquido. Su condición de salud fue la causa por la que sus abuelos nicaragüenses cruzaron la frontera y la dejaron en un centro de salud en la zona norte.

En casos como el de esta pequeña, Hogar Fe Viva pasa a convertirse en una extensión de los programas de cuidados paliativos, ya que con ella cada instante es una cuenta regresiva.
Un día después de que la vimos llegar cumplió su primer año, toda una hazaña según los médicos.
Ahora solo queda ofrecerle calidad de vida dentro del centro, sus expectativas de ser adoptada son crudamente nulas.
En promedio el 50% de la población de este albergue son menores con alguna condición delicada de salud. Es aquí donde entra la importancia del voluntariado, solo Daniela requiere de un cuidador las 24 horas del día.
“A la mayoría de centros se les dificulta recibir a niños con alguna dificultad de salud. En nuestro gremio están los niños en abandono, quienes en su mayoría son víctimas de abuso sexual o tráfico. Sin embargo, uno con dificultades de salud ya ha pasado por todas las anteriores”, lamenta la directora del hogar.

Pese a las pocas esperanzas de que una familia se anime a dar hogar a uno de estos menores con problemas de salud, María no pierde la esperanza.
“Sí va a ser un sacrificio mayor, pero no es imposible. Nosotros cada vez que recibimos un niño sentimos miedo como sentiría la mamá o los progenitores, pero nos empezamos a capacitar y a preparar para que estén bien”, cuenta la mujer.
Este albergue requiere de $30.000 mensuales para atender a los cerca de 15 menos que hospeda. Por ahora lo logra con únicamente 14 colaboradores entre personal de cuido, sicología y administrativo.
“Tenemos que cumplir con todas las condiciones como si se tratara de una empresa privada con la diferencia de que no tenemos fines de lucro. De alguna forma bajamos el peso del gobierno. Estos son hijos de Costa Rica, a los que le damos un espacio de recuperación, de educación”, afirma.
Historias.
Un par de días después de aquel episodio, donde vimos “nacer” a Daniela, regresamos al hogar. En esta ocasión nos recibió Adriana, una niña con un rostro precioso, de tez morena y rasgos indígenas, con su cabello negro como el carbón recogido en dos coletas. Ella venía de la calle, era su día de salida. Andaba en el parque con una cuidadora.
No le causó temor alguno ver a un extraño en la casa, ya está acostumbrada a hacer amigos nuevos, cada voluntario significa la oportunidad de interactuar, de jugar.
Su primera reacción fue cantarnos una canción, de la que confieso solo le entendí que se trataba de una mariposa, pero ella se la sabía completa y eso era lo que contaba. Luego de eso fue como si fuéramos amigas de toda la vida. Agarradas de la mano caminamos por el comedor y salimos al patio, un mundo de juguetes, hamacas y casitas.
Adriana tiene toda la alegría del mundo en sus manos, se le olvida que no tiene a sus padres de sangre quienes la dejaron olvidada junto sus dos hermanos luego de una cosecha de café al sur del país.
Aquel capítulo muy posiblemente ya no esté en su mente, era muy pequeña para recordarlo. Su padre les heredó algo que nunca pidieron. Ella y a sus otros dos hermanos deben tomar entre 13 y 18 medicamentos diarios para hacer frente al VIH. Pero eso no los detiene, la mayor de los tres ya va al kínder, el segundo es de espíritu inquieto y a Adriana le encanta hacer amigos.
A los tres les sobran las ganas de vivir igual que a Diana, una pequeña de dos años y medio con un problema de hígado congénito resultado de un incesto.
Su situación es compleja, su historia de vida es fuerte, a pesar de los poquitos años de vida que trae. Lo bueno es que no es consciente de ello. La pequeña no sabe que es hija de su bisabuelo, ni que su madre tuvo que abandonarla para poder seguir creciendo porque apenas tenía 12 años cuando la trajo al mundo. Tampoco sabe que su progenitora fue obligada a vivir de nuevo bajo el mismo techo que su abusador, con la amenaza de no chistar y sin derecho a denunciar.
Diana tiene muchas ganas de vivir aunque su crecimiento se detuvo, su color de piel se tornó amarillo y padece de picazón crónica. Esta pequeña lucha por vivir todos los días, aunque no está en la lista de espera para un transplante, debido a que no tiene un grupo familiar que le de soporte después de la operación.
Ahí en el patio, en medio de legos y muñecas las historias de estos pequeños simplemente no significan nada, entre ellos son como hermanos. Son una gran familia.
Aquí en este centro no hace falta la lástima o la tristeza. Lo que se necesita son manos que se muevan, que se animen a chinear pequeños, a pintar paredes y a hacer cuanto se necesita para que la casa funcione bien.
La idea de este albergue es devolverle la dignidad a niños como Karla que fue vendida por su madre por $100, como Deriam que fue rescatado de un basurero o Carlos que fue encontrado en un calabozo.
“El problema de estos casos de abuso y abandono es la raíz. No basta con una terapia o una capacitación de cómo ser buenos padres. Mentira que si tengo una debilidad a nivel de valores lo voy a cambiar de la noche a la mañana. Se necesita algo más radical”, asegura la directora.
Para María, mucho de esta conducta se debe al olvido de los padres y al desenfoque en el proceso de educación principalmente en los primeros años de vida.
“Se necesita educación y valores. Son factores que se olvidan, uno mismo comienza a ser un sobreviviente de la sociedad. El que tiene mucho dinero deja con objetos a sus hijos y se olvida de los valores, y el que no tiene la capacidad para dar lo material tiene que dejar a los pequeños en guarderías. Somos una Latinoamérica sin padres”, reflexiona la mujer que ya cumple diez años de intentar devolverle la calidad de vida a una de las poblaciones más vulnerables: niños abandonados con dificultades de salud.