Hace tres décadas, Chavela Vargas abandonó una casa que había comprado en la costa guanacasteca, porque el rumor del mar estaba a punto de volverla loca, y ella no sabía cómo apagarlo 1 . Al contrario, en Río Cuarto de Alajuela, en casa de Zulay, mi prima y amiga entrañable, el susurro de un río cercano es para ella un canto líquido que cristaliza en las piedras y fluye con la corriente, una coreografía de soles, lluvias y horas lentas entre el atardecer y los fantasmas de la oscuridad.
La tortura del oleaje en su eterno devenir dio al traste con la intención de la dama del bulevar de los sueños rotos por afincarse en la tierra que la vio nacer y de la que, sin embargo, renegó hasta el final de su existencia en Tepoztlán, México, la patria que Vargas eligió como suya. “¿Por qué usted dice que es mexicana, si en realidad nació en Costa Rica?”, le preguntaron una vez a Chavela. “Porque los mexicanos nacemos donde se nos pega la rechingada gana”, fue su respuesta.
La animadversión de la diva por el mar contrasta con el río cantarín de mi pariente en Río Cuarto. El rumor emerge del cauce, se enreda en las ramas de los árboles y sobrevuela hasta el cálido rincón de Zulay, una intelectual que lee a Tagore, a Gibran, Whitman, García Márquez y otros ilustres habitantes que reposan en su hermosa biblioteca de cenízaro.
A pesar de que entre Chavela y ella no hay ningún paralelismo, en vida la artista fue migrante, y Zulay es un alma viajera que alterna su impulso vital entre el bucólico Río Cuarto y la mítica ciudad de Nueva Orleans, Estados Unidos. Coincidentemente, muy cerca de su estancia en el cantón alajuelense, hay un cruce de caminos que llaman “La media vuelta”, título de una de las canciones que inmortalizó José Alfredo Jiménez, pieza musical del legendario compositor que la mujer del poncho rojo cantaba con el desgarramiento que provocan los adioses del corazón.
En los años sesenta, época de la radio de tubos, el tocadiscos y la televisión en blanco y negro, en Guadalupe de Goicoechea, los primos nos juntábamos a escuchar boleros y baladas de José Alfredo Jiménez, Javier Solís, Marco Antonio Muñiz, Alberto Vásquez, Enrique Guzmán, César Costa y Angélica María.
Nos sabíamos las letras, cantábamos en coro y aprendíamos a bailar con las primas en la conversión de la adolescencia a la juventud, al ritmo de los artistas citados y nacionales como Alma de América, Los Álamos, Paco Navarrete, Gilberto Hernández, y los guadalupanos Memo Neyra y Alfredo Sánchez, quien ofrecía serenatas de luna y bohemia con su bellísima voz y las notas de un acordeón.
“Si encuentras un amor que te comprenda, y sientes que te quiere más que a nadie…” Chavela, la artista que mejor sabía extender los brazos, después de Jesucristo, según decía Pedro Almodóvar, interpretaba magistralmente esos temas de amor y despedida. Mi querida prima es una persona culta y sensible.
Cada cierto tiempo toma un avión en el aeropuerto Juan Santamaría con destino al Louis Armstrong de Nueva Orleans, al reencuentro con Nelson, su compañero escritor. En sus itinerarios de ida y retorno, porta en su equipaje ilusiones compartidas, música clásica y la selectiva lectura de las mentes lúcidas.
Vidas distintas. Chavela no soportaba el sonido del mar. Zulay se regocija con el canto del río en el bosque donde trinan los pájaros, vuelan los tucanes y el paisaje es una inmensa acuarela. Tiempo inexorable, lazos de sangre, travesía y destino.
Nuestra generación vive el hoy y disfruta con la sencillez y el pálpito de los afanes cotidianos. Unos primero y otros después, iremos abordando el andén con rumbo al infinito, una hora límite que, en lo particular, me agradaría asumir con la serenidad de la misión cumplida.
Será entonces cuando, fiel a la letra de la canción ranchera, partiré con el sol, cuando muera la tarde.
(Anexo) Entrevista de Ana Cristina Navarro (TVE), en su programa “La vida según…”, en 1996.
https://www.youtube.com/watch?v=_9lqbVwVSsg Fragmento: 42,35 a 44,26 minutos.