He viajado a Nicaragua tres veces y media. He ido por tierra, por aire y por música.
La segunda vez –de la primera hablaré más adelante– entré por Peñas Blancas y apenas en Rivas me sorprendió la coreografía de centenares de pájaros que cruzaban la carretera. De inmediato tomé aquello como una bienvenida.
El Cocibolca (qué nombre más lindo para un lago) hizo de pronto aparición por la derecha. Pensé que era el mar, pero me sacó del error la mansedumbre del oleaje.
Si me lo permiten diré que el Cocibolca me siguió una parte del camino, que lo perdí de vista y que lo reencontré en Granada, siempre tranquilo pero salpicado de isletas e igualito a la pintura que lo retrataba en la pared del fondo del salón de baile del barrio donde crecí.
En la tercera vez, la que llamo “media”, solo acaricié el país por el rincón donde el río San Carlos se vuelca en el San Juan.
Había quedado en verme allí temprano con Edén Pastora para entrevistarlo cuando se cumplían veinte años del atentado de La Penca de 1984. El Comandante Cero cumplió, pero llegó tardísimo y debo contar que encontré a un hombre agradable, auténtico incluso en sus cabezonadas.
De ese viaje guardo una foto con el viejo Edén y un texto que escribí poco después. A los dos me gusta volver a menudo.
La cuarta visita fue en avión y me dejó el sabor extraño de haber pasado más tiempo en el aeropuerto que en el aire.
El destino era Granada, donde periodistas ticos y nicas buscaríamos, cada uno desde sus trincheras, cómo bajarle el volumen a la guerra verbal que siguió a la muerte trágica de Natividad Canda.
Fue en esa ocasión que cené en la misma mesa que Sergio Ramírez y más tarde, con Orión como guardián, probé los besos nicas, que entonces me supieron a Toña recién bebida.
Dejé para el final la primera visita porque es la más particular. En octubre de 1988, cuando el huracán Juana casi arrancó del mapa la ciudad de Bluefields, oí por primera vez esa canción de amor que Carlos Mejía Godoy llamó “Nicaragua, Nicaragüita” y ese tema fue el boleto hacia un país al que le oí el acento por la voz de una familia vecina desde cuya casa viajaban hasta el patio de la mía sonidos de marimba liberados de acetatos. Sabía ya que Nicaragua daba poetas grandes porque en primer grado la niña Vilma Zapata me enseñó “A Margarita Debayle”, el poema de Darío en el que aún puedo adentrarme sin que me traicione la memoria. Margarita, está linda la mar y el viento lleva esencia sutil de azahar...
En mi segunda visita a Nicaragua –la de los pájaros– viajé de Granada a León y en su imponente y antigua catedral di con la tumba del enorme Rubén y ese es otro recuerdo grato que les debo a los nicas junto al de los vendedores de iguanas a la orilla de la carretera, el hombre que invitaba a un funeral como quien llama a una fiesta y las carretas peregrinas que, guiadas por la fe, buscaban bajo el infierno del verano el santuario de Popoyuapa.
Nicaragua es en mi historia una sucesión de experiencias buenas, dulces, memorables.
Con los países ocurre lo mismo que con algunas personas. Se les quiere más cuanto más se les conoce, no hay de otra. Por eso es fácil adivinar que quienes hablan con odio de Nicaragua y de su gente saben poco de ambos, viven presos de ideas prefabricadas, de ahí les viene el miedo.
Ignoran lo que otros descubrimos ya. Nicaragua es nuestra hermana marimbera, Nicaragua es un amor.