
El viento me grita en altavoz que lo único que está por encima de mi cabeza son los aviones.
Aquí arriba la temperatura es fría, pero el clima se siente como el de la tibia piel de mi madre sosteniéndome en la entrada de la iglesia. Mi mano pequeña –mi mano de niño– es indefensa sin su tacto.
Desde la cima veo la luz del atardecer que se equipara a la de los vitrales de aquel viejo templo que queda por mi casa. Allí, los pasillos no son los palacios infinitos que creía; están lejos de ser el Sinaí que en mi niñez supuse que era.
El Chirripó sí lo es. Veo un lago hundirse en la tierra, siento la cordillera vigilando mi espalda, escucho al planeta girar al ritmo de mis latidos...
Vuelvo a pensar en mi infancia y me veo en el reflejo de los ojos de Cristo. Quiero correr por la iglesia, pero la mano de mi madre me lo prohíbe. Entonces, juego con los carritos que he desempolvado de mi casa mientras el cura explica palabras ininteligibles.
Los altavoces resuenan con tanta fuerza que no me queda más que mirar al sacerdote. Se ve tan alto como Dios. Él tiene la verdad absoluta y, a la hora de rociar el agua, me bendice con el dorso de su palma.
El cura tiene una mancha en su mejilla izquierda que intenta disimular con su sonrisa. El pelo blanco lo convierte en deidad y su gran hostia le tapa la cara cuando eleva sus manos.
Dejo caer los carritos al suelo para mirarlo.
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En las paredes, rebota el piano de la señora del templo y se siente como si estuviera a punto de estallar una superficie de vidrio. Me enjuago el corazón con cada tecla que brota una melodía triste sobre la Virgen y pienso en Cristo muriendo por mí.
En mi cabeza, abrazo padres que no son mis padres, beso a hermanos que no son mis hermanos y creo en la eternidad.
Ahora que lo pienso, mis pasos son errantes de niño y también de adulto. En la cima, sostengo mi equilibrio como cuando hacía malabares a la salida del templo, en las vísperas del almuerzo dominical en familia. Eran tiempos donde la vida acababa en la acera del frente.
Aquí, en el pico más alto, quiero arrodillarme y pedir por ese niño. Mis rodillas son de viento y si me reclino desaparezco, así que las palabras se escriben con mi mente y no con mis piernas.
Solo puedo pensar en el niño que quiere corretear en el templo. Una voz me dice que es hora de llorar, pero la ignoro. Pienso únicamente en el frío que desciende en el termómetro y que se delata en mis piernas tambaleantes.
Río con mi risa, canto mis canciones, miro el cielo –mi cielo– y dejo que lo demás lo absorba el abismo.
Desterrado de lo ajeno, mantengo la imagen de ese niño (yo siendo niño) y lo veo con su pelito corto tirado a los lados, con un pequeño brillo café en su mirada y con los pantalones cortos de bolsas múltiples en los que guardaba con ímpetu los carritos.
Quiero que ese niño aparezca entre esta alta bruma y me mire a los ojos. Quiero que escuche mi voz esculpida en el viento que le pide que siga el camino de la gracia.
Cierro mis ojos de adulto y creo que rezo por mí con las nubes abrazadas en la colina. La intensidad del ocaso cambia los colores de mis párpados cerrados, que proyectan siluetas perfectas.
Cuando abro los ojos, miro a Dios escondido en la noche que cae. No tengo ropas puestas; las sombras me cobijan y las estrellas que aquí nacen aquí también mueren.
Dios me guiña un ojo y me ilumina. Es la luna.