
En el epígrafe de Vivir para Contarla, biografía de Gabriel García Márquez, el escritor afirma que la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla. Si las reminiscencias afloran en las buenas conversaciones, a los viejos nos da por narrar varias veces determinado acontecimiento, pero no por mates ni chocheras, sino por el placer de cada encuentro entre tazas de café, cuando los amigos agregamos matices a una añeja anécdota. Con el condimento de risas y lágrimas, nuestro pasado vuelve a vivir y, como el buen vino, mejora con los años.
Los seres humanos somos intemporales. Nadie es presente sin pasado, y en el sol de hoy germina la ilusión del porvenir en la mochila de los caminantes. Somos crisol de emociones que ha cincelado el tiempo en los pliegues de la piel, en el alma y en los insospechados reductos de la memoria. El diálogo interior que hilvana uno mismo es un rebobinar de experiencias que afirman la identidad, y nos marcan un norte en la existencia.
Ese volver al ayer me motiva a repetir el tema de una columna que escribí en la sección deportiva de La Nación, el 4 de agosto del 2008. “Gallo tapado en Juan Viñas”, fue el titular que reutilizo en esta reedición o remake, como se estila en la cinematografía. En la década del 70, teníamos un equipo de fútbol en Guadalupe de Goicoechea. Se llamaba Club Sport Racing, igual que el extraordinario Racing Club de Avellaneda, Argentina, el elenco albiceleste de Rogelio Domínguez, Humberto Maschio, Agustín Cejas, Roberto Perfumo, Alfio Basile y otros históricos del fútbol suramericano.
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El Racing de Guadalupe destacaba por su organización y proyección social; en la cancha, resaltaban el toque y la filigrana, facultades innatas de sus figuras. Tales atributos del colectivo fueron la materia prima que forjó y pulió el único entrenador formal que tuvimos: Edwin Ortiz González. Con su recia personalidad, frondoso bigote y un vozarrón que infundía respeto y en ocasiones temor, don Edwin, ex policía de radiopatrullas, era también un radioaficionado en la época en que estos apóstoles de la comunicación orientaban a las víctimas de sismos, temporales e inundaciones. El capitán Ortiz, como le llamaban, compartía esa pasión con sus colegas de hueso colorado, entre ellos el coronel Marcos Muñoz y el legendario periodista Bosco Valverde.
Conocimos a don Edwin el domingo 16 de abril de 1972 en la sala de espera del hospital Max Peralta. Su hijo mayor, Jorge Edwin, defensa central racinguista, sufrió en la cancha una fractura de clavícula que ameritó su internamiento. Don Edwin acudió al hospital cerca de la medianoche, se presentó y nos agradeció la solidaridad que estábamos demostrando. Después nos tomó cariño y aceptó asumir el timón del cuadro. Bajo su guía, el Racing amateur entrenaba con rigor profesional. Nos enseñaba en pizarra los trazos de la estrategia, en el campo dirigía con mano de hierro y entre semana corríamos por las noches en las calles guadalupanas. Nuestra organización era tan sólida que editábamos una revista. El Racing y la Comunidad se vendía como pan caliente. Adivinen quién era el director… ¡Pues, yo! Mas, no crean que únicamente ejercitaba la pluma; también era futbolista, aunque, lo confieso, muy poco, casi nunca, aparecía en la nómina estelar.
En una ocasión fuimos a jugar a Juan Viñas, distrito primero del cantón de Jiménez, Cartago. Las muchachas del ala femenina albiceleste agotaron los ejemplares de la revista entre los lugareños que colmaban los cuatro costados del campo. Por pura casualidad, en la portada de aquella edición figuraba el suscrito, no por autobombo o argolla; sí por mi desmedido entusiasmo pues, si yo entraba en acción, le daba a la bola como si no hubiera un mañana y había que irla a juntar a los matorrales.
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Se libraba el segundo tiempo, el cronómetro avanzaba y el equipo rival presionaba intensamente. Solo yo quedaba de suplente, pero muy entretenido. Las chiquillas juanviñenses, bellísimas todas, preguntaban a este galán: “¿Usted, por qué no juega, si aparece en portada, ha de ser por algo?”. “Es que yo soy el gallo tapado del equipo”. “¡Espérense y verán!”. Les respondía con un guiño y ensayaba una risilla bobalicona, a lo Julio Iglesias, ídolo juvenil de la época.
Preocupado porque nos tenían con el rancho ardiendo, el Capi volvió a mirar al banquillo y pensó. “Voy a meter a este carajo para que marque y mande la bola tan lejos como sea posible”. “¡Boby, caliente!” (así me dicen). Dejé el manojo de chicas en compás de espera y comencé a calentar con carreritas cortas de dos o tres metros. (“Espérense y verán”). Corría para allá y me devolvía, iba y volvía, iba y volvía. Cuando estaba a punto de fundirme, rugió la voz de trueno. “Entrá, entrá. ¿Qué estás esperando?”. Acaté y salté a la gramilla.
Al primer rival que me le atravesé, casi me lleva en banda; el segundo hizo un amago y me dejó como Kiko, tieso y con las rodillas dobladas. Le entré a muerte al tercero y me mandó a dialogar con la arena (diría el Cañero). Los maes volaban como aviones y yo ahí, paralizado. “¡Salí, salí, prefiero seguir con diez!”, sentenció el vozarrón. Rojo como un tomate, con el rabo entre las piernas, me metí al bus que nos transportaba. Me despojé lentamente de camiseta, pantaloneta y tacos y jamás volví a poner un pie en la plaza de Juan Viñas. Sobra decir que mis admiradoras desaparecieron como por encanto.
Tiempo, distancia y nostalgia. El lunes 28 de setiembre falleció nuestro querido estratega. Orar en silencio y evocar su memoria, fueron un ritual de gratitud y respeto. Conmovido, evoqué esta añoranza y las noches en su casa del barrio Pilar. Instalado en la cabina radiofónica en el ático de la residencia, con su potente y bien timbrada voz, el avezado pionero exclamaba: “QSO, aquí San José de Costa Rica”. “QSL, QSL, adelante San José…” Las ondas hertzianas ascendían mágicamente y surcaban el firmamento, igual que el último viaje del Capi hacia el ignoto infinito de la eternidad.