
Al caer la tarde del martes 25 de febrero, leía plácidamente. No había nadie en casa, salvo mi perrito Max, compañero inseparable que reposaba en mi pierna mientras yo, recostado en el sofá, seguía la trama de Tiempos recios, la última novela de Mario Vargas Llosa.
Conmovido, palpaba el drama de la página 54, donde el autor describe el momento en que Jacobo Arbenz, recién elegido gobernante de Guatemala, libra una intensa lucha interior y jura ante el espejo que no probaría una gota de licor, mientras ejerciera la presidencia de su país. A esas alturas del argumento, Arbenz ya había ganado mi admiración por la beligerancia política del militar de academia en los tiempos recios del hermano país, y de Centroamérica.
Amo la literatura, aunque no soy, para nada, un intelectual. Mas, procuro tener siempre un libro a mano, en la gaveta del carro, en mi bolso de cuero o junto a la cama. Creo que no hay texto del que no emane ese hilo imperceptible de tinta, imaginación y silencio que enlaza al escritor con el lector y le transporta mágicamente a batallas en novelas épicas, a episodios de emoción y suspenso, al erotismo a flor de piel o a los arrebatos amorosos de los personajes del mítico Macondo en Cien años de soledad, por ejemplo.
La lectura de la última novela de Carlos Cortés, El año de la ira, me motivó hace unos días a recorrer con otros ojos el Barrio Amón, la calle donde Joaquín Tinoco cayó mortalmente herido, la huída que emprendió el homicida, rumbo al este y luego al norte hasta el cauce del río Torres, en la cima de los barrios Amón y Otoya, a una cuadra de la legación norteamericana, donde el legendario militar de la dictadura tinoquista había armado un escándalo, según el relato de Cortés.
Es la misma residencia que desde 1973 ocupa el Centro de Cine, donde aún palpitan mis recuerdos de filmoteca a 24 cuadros por segundo, porque, como escribió el artista Paco Amighetti: “la vida se va quedando en los lugares por donde nos ha tocado pasar”.
Podría decir que leo en intervalos. Varias páginas y un café. Vuelta al libro y de nuevo me distraigo entre capítulos al redescubrir ciertos rincones, de pronto inéditos, en nuestro humilde hogar. Hay libros en las cuatro paredes, colocados en estantes y otros en cajas de cartón, tantos que no nos alcanzarán los años que nos restan para leerlos todos.
Eso nos garantiza una vejez entretenida; eso sí, mientras haya salud para recorrer la geografía del papel siguiendo el norte de la memoria. A propósito, me apresuro a comentar que en Tus pasos en la escalera, el personaje de esta novela de Antonio Muñoz Molina, un hombre que se instala en un apartamento en Lisboa y espera el arribo de su mujer, hace la misma reflexión de la cantidad de libros por leer y de la imposibilidad de abarcarlos en el resto de los días de la pareja.
Yo había anticipado esa gran verdad. Mis amigos podrían atestiguarlo. Eso, que en el hipotético caso de que no pudiéramos adquirir un libro más, con los que están en casa tendríamos suficiente para esta y otras vidas, si las hubiera.
Una orquídea blanca reina en la mesita de la sala. Mi hijo menor se la obsequió a su mamá por su cumpleaños. Quizás no había apreciado, como ahora, la belleza de esa planta, con su tallo erguido y sus pétalos blancos extendidos.
De súbito, dos petardos me sacaron de la fascinación en la que me hallaba. ¿Petardos? Pues sí, qué otra cosa podría ser, pensé. Max saltó ipso facto y salió ladrando. Yo pretendí continuar con la lectura… Qué va. Había gritos y estropicio en la calle.
Corrí hacia el portón. Al abrir, percibí un tenue olor a pólvora. A escasos 25 metros, un muchacho herido yacía en la acera. Dos sujetos en motocicleta le habían arrebatado su teléfono celular y, no contentos con la fechoría, le dispararon a quemarropa. Los vecinos de mi barrio, gente laboriosa y noble, experimentamos la cercanía de un hecho delictivo más de las decenas que ni siquiera reporta “la tele sangre” –término de Jesús Quintero, gran periodista español, referido a la voracidad televisiva por la violencia callejera–, pues se trataba de un “pequeño incidente” que no ameritaba el despliegue periodístico en el lugar de los hechos.
Sin embargo, a nosotros, el suceso nos asestó una terrible bofetada. Llegó la noche. Las luces rojiazules del pickup policial rebotaban de acera a acera y acrecentaban la dantesca escena. Sacudido por esta realidad que nos acecha por igual en calles y esquinas y que, en cualquier momento, nos podría convertir en víctimas, volví a la sala.
Ya no más intervalos de café, ni solaz, ni esparcimiento. Inerte en el sillón, dejé de elucubrar acerca de cuántos libros nos restan por leer y solo atiné a observar, ensimismado, la bella orquídea blanca y sus pétalos extendidos, como el flamear de una bandera.