Es casi media noche. Solo, en la sala de mi casa, apago las luces y sigo un ritual que aprendí de mi padre, cuando se instalaba en su sillón reclinable, ponía a funcionar el tocadiscos y levitaba en la oscuridad con las notas de Claro de luna, de Ludwig van Beethoven.
Eran los años sesenta. El servidor público honesto y trabajador leía el periódico, miraba la televisión y afinaba a la perfección los matices del blanco y negro en los dos o tres canales existentes. Cerca de las once, cuando todos nos íbamos a dormir, él ejercía a deshoras la liturgia del hombre bueno que guardaba en soledad su atado de penas ocultas y lágrimas escondidas.
Me sirvo una copa de vino. He aprendido a degustar este elixir mientras mi esposa y mis hijos duermen. Utilizo los audífonos y aprecio la música con una tecnología superior a la que disfrutaba mi viejo. Los instrumentos se escuchan con fidelidad; hasta el roce de las cuerdas en el mástil de una guitarra, se percibe con nitidez. Las melodías me invaden, brotan mis lágrimas al tenor de las notas musicales y me permito llorar sin pudor, como en el cine, donde acostumbro anclar mi corazón de náufrago en una butaca.
El prolongado trance del confinamiento nos ha vuelto más sensibles, proclives a explorar en el alma propia y en el dolor del prójimo el drama de la desocupación, la escasez del pan en tantos hogares, la zozobra entre el golpe contundente del martillo y la danza macabra de puertas metálicas que cierran implacables, en un mar de incertidumbre.
Cada fin de mes, los jubilados digitamos ansiosos la clave en el cajero automático temerosos de que, a la vuelta de la siguiente hoja del calendario, la leyenda de fondos insuficientes nos convierta en el viejo militar que espera inútilmente su pensión de guerra, trama de El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez, el escritor sempiterno.
Esta noche escucho, en la voz y el prodigio de Mercedes Sosa, la canción Alfonsina y el mar, que describe la trágica muerte de la poetisa Alfonsina Storni. Aunque he oído en decenas de oportunidades esa pieza, compuesta porAriel Ramírez y Félix Luna, la expresión que dice: Bájame la lámpara un poco más…", me retrotrae a una imagen de mi infancia.
Fue una tarde al regresar de la escuela cuando sorprendí a mi madre llorando en su habitación. Al acercarme, en un vano intento de disimular, ella me pidió que bajara la luz de su lámpara en la mesita de noche. Era la época en que los varones no podían llorar y las mujeres sufrían calladamente; tampoco los padres comunicaban a los hijos sus prolongadas tristezas, ni siquiera las pequeñas alegrías. Así, la letra de una canción que conozco al dedillo me hizo recordar, no sé por qué, la borrosa escena de dolor en una tarde lejana de mi niñez.
Me agrada el vino tinto. Antes prefería el rosado o el blanco, hasta que descubrí que el vino tinto deja un sabor a sangre en la garganta. Sangre y madera. Con esa sensación seca en el paladar y la evocación de aquella tenue luz vespertina, ahora que el tiempo de pandemia evidencia que el final nos podría sorprender, antes de lo previsto, si eso ocurriera, pediría con humildad a quien acompañe el último aliento de mi existencia: “Bájame la lámpara un poco más; déjame que duerma, nodriza en paz”.