Tiene los ojos verdes intensos, la nariz pronunciada y el cabello castaño y ondulado. Es pequeña, de complexión media. Habla claro, coherente, mirando siempre a los ojos. Sonríe poco, apenas llora, pero habla mucho. Ana García cuenta su vida y uno puede sorprenderse de lo que ha vivido en 45 años:
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“De pequeña me crié con mi mamá y mi hermana menor. Mi papá no vivía con nosotras, pero una vez llegó a la casa y me faltó el respeto. Yo era pequeñita, ni siquiera tenía edad para ir a la escuela, y me asusté, porque yo quería bastante a mi papá, y eso fue una lesión muy dura. Eso me marcó, porque después un primo de mi mamá empezó a abusar de mí sexualmente hasta los 10 años”.
Es viernes 7 de noviembre, por la tarde. Ana está en la escuela de arte Héroes, en San José, donde ofrecen clases de oficios —costura, computación, enfermería, inglés— y de arte —pintura, música, percusión— a personas en situación de calle. Ana continúa con su historia:
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“El abuso me afectó, porque de pequeña no hablaba con ningún compañerito. A veces ponía respuestas incoherentes en los exámenes. Yo no sabía qué me pasaba ni podía pedir ayuda a mi mamá, porque llegaba estresada y me golpeaba mucho. Entonces, cuando tenía como ocho años, tuve un instinto de matarme: agarré un cuchillo y me lo iba a incrustar en el estómago. No sé cómo terminó eso, porque la mente como que se me anestesió y no recuerdo más”.
Le gustaba pasar más tiempo con sus amigos del barrio que en su casa. Ellos también le contaban historias similares a la suya, y por eso sentía que encajaba:
“Como a los 15 años empecé a fumar marihuana y a tomar guaro. A los 16 consumí crack. A los 18 era muy agresiva, y mi mamá me echó de la casa. Me fui a vivir con mi mejor amigo, quien se convirtió en el padre de mis tres hijos. Cuando tenía como 28 años, el PANI llegó a mi casa porque mi pareja abusaba de mi hija mayor, o sea, de la niña de los dos”.
Ana sintió que el ciclo se repetía con su hija y su mundo se derrumbó otra vez. Esa situación la empujó de nuevo a las drogas, dice. Sus hijos quedaron bajo la custodia de su madre, y a ella solo le quedaron las calles y el consumo:
“Yo no sabía cómo salir de la calle, cómo conseguir dinero si no era por medio de sexo. Y el dinero que conseguía era para el consumo, no para comer. En la calle sufrí un secuestro, abusos sexuales, y me perforaron un pulmón porque me puse a vender drogas”.
“Se me empezó a quitar la ansiedad”
A los 38 años, Ana llevaba una década en las calles. Recuerda que un día estaba en un lote baldío, parecido a un paisaje lunar. Sentía mucha ansiedad por consumir drogas. Dice que no le quedó de otra que ponerse de rodillas, con las manos juntas y sucias, y pedirle a Dios que la sacara de ahí:
“Después de ese día, se me empezó a quitar la ansiedad poco a poco. Empecé a guardar dinero y, en tres meses, me fui a alquilar un cuarto. Me regalaron ropa y comencé a asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos. Luego fui a una iglesia, y ahí fue Dios quien me ayudó a sanar”.
En la escuela Héroes y en Casa Esperanza, otra organización, Ana ha sacado cursos de costura, masaje terapéutico y teatro. También asiste a Casa Mint para terapias psicológicas. Actualmente vive en Coronado, en la casa de un señor al que ayuda con el trabajo del hogar, a cambio de techo y comida. Para generar ingresos, vende tamales y hace remiendos de ropa.
Ana tiene más de cinco años de no tocar drogas. Se ha refugiado en la iglesia. Dice que quiere que su historia se conozca para que otras niñas no terminen en las calles, como ella, y sufran todo lo que vivió.
Los otros que lo intentan
La historia de Ana, con cada una de sus particularidades, es parecida a la de Reynaldo Thompson (68 años), que toca los timbales para relajarse después de salir de las calles hasta hace tres años.
A la misma escuela de arte llega Rosa Hernández (80), una señora que, apoyada a un bastón, recibe todos los cursos que puede.
El mismo camino persigue Yadollah Vargas (39 años), quien todavía vive en la calle y día a día lucha para superar las ganas de consumir cocaína. Yadollah toma pastillas para la ansiedad que le da el IAFA, pero cuando no aguanta compra drogas.
Todos llegan a la escuela Héroes para salir de las calles un rato, hacer algo distinto, distraer la mente, aunque por la noche, alguno de ellos, regrese al mismo lugar de siempre.
