
Son las 8 a. m. y los ganaderos son puntuales, así que la subasta comienza de inmediato. Camiones abarrotados hacen fila para descargar cientos de reses que apuñadas, mugen, patean y resoplan, pero los compradores ni siquiera pestañean, están acostumbrados a su negocio.
Hay muchos motivos por los que una ganadero puede enviar sus reses a la subasta. Algunos mandan a las vacas lecheras que ya terminaron su vida útil, otros crían toros únicamente para producción de carne, incluso, los vaqueros pueden mandar un toro demasiado agresivo e indómito que “echa a perder” a su hato.
Una vez sentados en sus butacas, a los compradores les importa poco los motivos del vendedor. En tres pequeños corrales “desfilan” las reses que seducen al mejor postor. Estos corrales están equipados con una romana, de manera que basta con que la novilla ingrese para que una pantallita roja muestre el peso del animal en tiempo real. Esto es crucial, ya que las reses se subastan por kilo.
Así las cosas, los ganaderos asisten equipados por simples calculadoras para estimar su inversión: ¢1.610 por kilo, en un animal de 622 kilos, representa una inversión de ¢1.001.420 por parte del comprador número 319. Estos datos son verídicos, Revista Dominical asistió a la subasta del martes 22 de julio.
Sobre los corrales, una pantalla va mostrando, una por una, los datos de cada res que se subasta: número de res (que se coloca con un sticker en el lomo del animal), kilogramos, precio de venta por kilo, y número de comprador. Este número es precisamente el que tiene cada ganadero en una tarjeta que levanta cuando quiere sumarse a la puja. Así todos los martes, y todos los jueves también.

Un análisis visual a unos 8 metros de distancia basta para que el ojo especialista decida si se anima o no a pujar por cada animal. Algunos aspectos a valorar son la edad de la res, la raza, la composición ósea, la gordura, el estado físico, el peso y, por supuesto, que el precio no escale demasiado.
Para subastar un animal, el ganadero debe cumplir ciertos requisitos: antes siquiera de que la res salga de la finca, es necesario llenar un documento guía expedido por el Servicio Nacional de Salud Animal (Senasa) exclusivamente para cada productor.
Este formulario incluye los datos del productor, del transportista y de la subasta destino. Se debe detallar el tipo de animal que se comercia y el fierro oficial de la finca (registrado en Senasa). No obstante, no se requiere ningún número único de identificación del animal, porque no existe.
Una vez el ganado llega a la subasta, un veterinario lo inspecciona para descartar problemas o enfermedades; si el animal padece una renquera o tiene alguna lesión permanente, esto se detalla en los documentos. Si tiene alguna enfermedad grave, se le descarta de inmediato.
Si el veterinario lo ordena, una vez el animal es subastado, el dinero permanece “embargado” durante algunos días a la espera de que el comprador certifique que no tuvo contratiempos; cuando esto ocurre, el dinero se gira al vendedor.
Un animal sin fierro debidamente colocado y registrado no se subasta. Tampoco se vende si no tiene documento guía, si el vendedor no tiene el certificado veterinario de operación o si tiene alguna infección cutánea o enfermedad.
Si la res supera todos esos filtros, pasa a la subasta, que es tal como cualquiera se la puede imaginar: escandalosa, con portones de acero que se cierran y se abren estruendosamente sin cesar, camiones que no paran de llegar y descargar ganado aún horas después de que comienza la refriega.

El “cantante”, cómodamente sentado en una sala justo encima de los corrales, pone atención a cada mano levantada y narra con verbo veloz y robótico los ofrecimientos de los pujantes. A muchos los conoce, pues son clientes habituales.
La contienda es frenética, algunas vacas o terneros no permanecen más de 30 segundos en el “corral romana”, donde por unos instantes acaparan la atención de todos los ojos en la sala. Cuando terminan, dos vaqueros equipados con un palo de dos metros punteado en un extremo las punzan levemente para hacerlas avanzar: la fila es larga.
El recinto de la subasta es abierto, relativamente pequeño, con espacio para algunas decenas de personas en graderías de dos niveles. El nivel superior, al que se accede por unas escaleras a un costado del salón, colinda con el restaurante La Subasta, ubicado en el segundo piso de la fachada del establecimiento. De esta forma, los ganaderos pueden pedir un apetitoso desayuno o un potente almuerzo sin despegarse de su objetivo principal, las reses.

Son cientos, sino miles la cantidad de terneros, novillas, toros, vacas y búfalos que se venden cada semana solo en la subasta ganadera de San Carlos. Los remates más conocidos en este cantón norteño son dos: el organizado por la Cámara de Ganaderos, y el de Luis Ángel “Kiko” Alfaro.
Según Alfaro, la subasta es una forma que tienen los productores para acceder a dinero de forma casi inmediata, en especial en época de “vacas flacas” —nunca mejor dicho—. Una vez su res se vende, el ganadero puede acudir de inmediato a la oficina administrativa a reclamar su dinero en cheque o transferencia bancaria, incluso antes de que la subasta concluya.
Por tanto, la administración paga al productor aunque el comprador todavía no haya abonado la suma prometida (quizás el comprador aún esté en las butacas, olfateando su próxima inversión). Eso sí, la subasta recibe una comisión del 4% del total de la venta (este porcentaje depende de cada administración).
Como las reses no tienen ningún número de identificación único, pueden volver a traerlas a la subasta en cualquier momento, y pasarán inadvertidas. Nada impide que usted compre una novilla en ¢300 mil y, con mucha suerte, la venda algunas semanas después en ¢400 mil, ya sea en la subasta o un matadero privado.

Ese es el negocio para algunos de los asistentes, a quienes en la jerga les llaman “choriceros”. Otros compradores son ganaderos que desean ampliar su hato, o carniceros que buscan un buen precio por kilo.
Cada quien compra de acuerdo a su giro de negocio. El “engordador” de ganado prefiere las reses delgadas para aumentar el peso en poco tiempo y sacar ganancia. El carnicero compra animales con “poco hueso” para que cada kilo pagado sea de carne. Para el “choricero”, con pagarse el flete, el resto es ganancia. Otros compran vacas sanas a buen precio para revenderlas a las fincas ganaderas.
Así, cientos de animales al día, todos los martes, todos los jueves, y es imposible identificar si el mismo animal pasa por los mismos corrales varias veces en un solo mes… Hasta ahora.
