La última vez que intenté rezar fue el día en que falleció mi madre, hace casi seis años. Mientras las máquinas de la Unidad de Cuidados Intensivos a las que estaba conectada la mantenían viva, yo deambulé por los pasillos del Hospital Max Peralta, de Cartago, hasta topar con la capilla.
Ingresé, más movido por la desesperanza que por la fe, me hinqué en una banca y dirigí mi mirada hacia el altar.
En silencio, con la voz en mi cabeza, intenté armar oraciones y rezos que recordaba de otras épocas de mi vida. No logré terminar ninguna, no porque no las recordara, sino porque no se sentían genuinas.
Rememoré entonces lo que me dijeron, durante años, distintas autoridades de mi crianza católica: maestras de catecismo, la señora del curso de confirmación, el profesor de religión de colegio, mi propia madre, todos en algún momento u otro me dijeron que rezar no tenía que ser, necesariamente, seguir al pie de la letra una plegaria; podía, simplemente, hablar con Dios.

Intenté eso. Intenté, incluso, razonar con Dios, muy inspirado en lo que había visto en decenas de películas o series de televisión: “Hola, Dios. Tanto tiempo”. No hubo caso. Pronto, me resigné y regresé la UCI. Allí, en compañía de mi familia, me preparé para recibir el golpe más significativo de mi vida: mi madre se iba a morir y eso no lo podía evitar nadie, ni yo ni ningún otro ser, terrenal o no.
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Mi apatía por los dogmas es tan añeja que mi memoria no logra encontrar un génesis. Cuando era niño y me obligaban a ir a misa, pasaba el rato jugando con mis manos, simulando que eran dinosaurios que peleaban entre sí (casi siempre, un Tiranosaurio contra un Diplodocus).
En la escuela no prestaba atención a las lecciones de catecismo y en el colegio mi propia madre firmó una carta excusándome de recibir Religión.
Sin embargo, fue más o menos durante esa misma época cuando mi poco interés en la religión comenzó a provocar roces entre mi familia y yo. Todavía obligado a asistir a misa, pero ahora sin supervisión parental, me paraba entre las últimas filas y esperaba a que sesenta minutos de mi adolescencia se pasaran lo más rápido posible –nunca, nunca, nunca se pasaron rápido–; otras veces me jugaba mis chances y pasaba el rato fuera del templo, cruzando los dedos para que mis padres no llegaran a recogerme y me vieran faltando a misa por unos cuantos metros. Al menos una vez me pescaron en ausencia.
No fue como que no pusiera de mi parte, sobre todo cuando era más niño. Quería sentir el mismo rush de adrenalina celestial que parecían sentir las demás personas que asistían los domingos a la iglesia. Quería comprender el fervor, sentir de primera mano el poder de la fe en las cosas que no se pueden ver.
Mi lista de sacramentos cumplidos brinda pruebas de que lo intenté. Pero cada vez fue en vano.
A mi madre le costaba entender que la religión no fuera un asunto importante para mí. Cada domingo, el pleito era inevitable: Ma insistía en que debía ir a misa, yo insistía en que no me hacía falta. Era un estira y encoge constante que hizo, por ejemplo, que mi madre se cuestionara si era buena idea regalarme El código Da Vinci porque no quería que se me metieran ideas en la cabeza.
La insistencia de mamá pronto se convirtió en gasolina para mi rebeldía adolescente. Cada vez fueron más las conversaciones sobre religión mientras almorzábamos. Me cegaba la beligerancia que asociaba a mi causa y retaba a mi madre a que extendiera sus puntos de vista y fuera más allá del molde religioso con el que la habían criado. Pleitos día de por medio.
“¿Quién dice que una persona atea es una persona mala?”, le dije una vez. Respondió con una pregunta, que me espetó entre lágrimas: “¿En qué fallé?”. Aquello fue demasiado drama para mí. Nunca más volví a tocar el tema con mi madre. Ella, por su parte, bajó las armas poco a poco. Así, sin saberlo ninguno de los dos y sin conversarlo, arribamos a un acuerdo tácito: ella dejó de insistir en que fuera a misa, yo dejé de presionarla para que ampliara su cosmovisión.
Desde entonces, la religión y yo caminamos por sendas distintas: yo no la profeso y ella ya no me busca.
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Esa tregua muda entre mi madre y yo fue un punto de quiebre importante.
La guerra santa se terminó en casa y, al calor del respeto entre lo que ella creía y lo que creía yo, nuestra relación creció y se hizo más fuerte que nunca: Ma sabía que yo no quería saber nada de la religión y yo sabía que no podía cambiar su manera de entender las cosas, pero ambos sabíamos que esas distinciones no nos restaban sino lo contrario. Fortalecidos por nuestras diferencias, nos hicimos mejores amigos.
Con la adultez, la religión dejó de ser para mí un objeto de malestar y tedio y pasó a ser uno de curiosidad e interés no necesariamente teológico, sino sobre todo social. Me intrigaban varias preguntas que todavía me resuenan en la cabeza. ¿Por qué creemos en las cosas que creemos? ¿Por qué cumplimos con los ritos que practicamos? ¿Por qué escogemos no cuestionar lo que damos por divino?
¿Por qué nos genera tanto malestar que alguien crea en algo distinto?
Ninguna de esas preguntas es nueva, pero en un clima político, social y cultural como el que vive el país en un momento tan tenso como este –a solo semanas de una elección presidencial– resultan urgentes y necesarias.
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Por una especie de impulso autodestructivo, tiendo a obligarme a leer la sección de comentarios que acompañan las noticias sobre temas más polémicos para una sociedad conservadora como la nuestra.
Al hacerlo, podría sorprender saber que la religión mayoritaria del país –la misma que profesaba mi madre– dice promover el amor; sorprendería, también, saber que la alternativa a la religión suele presentarse como una opción respetuosa e inclusiva.
El odio es bullicioso, incluso cuando es minoritario. Deja huella y es independiente de posturas: puede provenir desde cualquier punto del espectro ideológico. Es decir, que para odiar no hace falta ser facho o progre, porque ambos bandos son capaces de caer en él. Y lo hacen. A diario.

Mi madre y yo comprendimos a tiempo que la intolerancia entre ambos no podía conducir a ningún otro camino que no fuera el odio. Comprendimos que el problema no era su religión ni mi falta de ella. Comprendimos que el problema era que, donde había atropello y limitada comprensión a lo que nos hacía diferentes, faltaba amor para celebrar nuestra coexistencia.
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Hace menos de un mes, pasé Navidad con mi familia. A medianoche, mis hermanas, sus esposos, mis sobrinos y mi papá encendieron las velas de una corona de adviento y rezaron. Yo los acompañé, si no en el rezo al menos en la calidez de un momento de amor y cariño en la familia.
Mientras las velas emitían calor y mi hermana mayor leía la oración que el resto de la familia repetía, mi cabeza divagó y recordé mis días de niñez, cuando mi madre me metía entre las cobijas y, antes de dormir, rezaba una pequeña oración conmigo.
No recuerdo cuándo dejamos de hacerlo, pero es quizás el momento más vívido que tengo de mi infancia en compañía de mi madre.
Precisamente por ello sé que lo que calentaba mi corazón en aquellos momentos no era ningún elemento religioso, sino la compañía de la mujer más importante de mi vida.
Con religión o sin ella, mi madre me heredó los valores que considero fundamentales para quien intento ser día a día: respeto, solidaridad y consideración. Aunque cuando quiso que yo siguiera su fe, nunca me hostigó para que cumpliera con los mandatos de un dogma que yo consideraba fuera de contexto.
Cuando comprendimos que, pese a ver el mundo distinto y querer cosas diferentes y hacer cosas que el otro no haría, podíamos coexistir, la vida fue mucho más fácil. Respetándonos en nuestras diferencias, fuimos más cercanos que nunca.
El amor de mi madre fue toda la fe que yo necesité.