Han transcurrido ocho años desde aquella noche en Liberia en la que cinco universitarios fueron asesinados en su hogar. Una huella, un tatuaje, un sacerdote y el testimonio de una niña de 14 años, como piezas de un rompecabezas, permitieron a las autoridades desentrañar el crimen. En cuestión de quince días, se puso cara al “Monstruo de Liberia”, el vecino con historial delictivo y una oscura obsesión sexual vinculada a una de las víctimas.
Casi una década después, el caso aún despierta sentimientos entre los agentes del Organismo de Investigación Judicial (OIJ) que lideraron las pesquisas. Los hechos de aquella noche y el inusual trastorno de personalidad del asesino son hoy objeto de estudio en la carrera de Criminología. Hasta la fecha continúan trascendiendo nuevos detalles que nos hablan de un país que se acostumbró a convivir con crímenes antes inimaginables.
El caso conmocionó el país y, para Flavio Quesada, uno de los agentes del OIJ llamados a resolver el crimen, es inolvidable. “El caso genera un recuerdo imborrable en la carrera policial. Eran estudiantes con notas para arriba de 98, en promedio. No le hacían daño a nadie. (...) Es algo que lo marca a uno para toda la vida”, dijo a este medio.
Revista Dominical revisó el expediente de los homicidios y habló con expertos en criminología y psicología forense para comprender un crimen tan brutal y sus consecuencias. Así ocurrieron los hechos desde los ojos de la única sobreviviente, a quien en este artículo llamaremos Ana.
Entonces Ana tenía solo 14 años, cursaba sétimo del colegio y en enero de 2017 planeaba sus semanas de vacaciones. Su destino sería Liberia. Ahí viviría por al menos una semana con su prima Stephanie, de 24 años, y el novio de esta, Joseph, de 22. Oriundos de Upala como ella, llevaban seis meses alquilando una casa cerca de la sede de la Universidad de Costa Rica, donde estudiaban.
El lunes 16 de enero, Ana arribó a la ciudad blanca. Eran las 10 de la mañana, a pleno sol. Descendió del autobús y se dirigió hasta la vivienda de su prima, ubicada en el barrio La Victoria: un reparto tranquilo y ajeno al bullicio, situado al sureste de la ciudad.
La recibió una casa pintada de amarillo, con techo de tejas y al borde del pavimento. Un portón corredizo de metal marcaba la entrada compartida con una pareja de vecinos: una mujer de apellido Cajina y su esposo, de apellido Zúñiga. Para llegar al apartamento, era necesario cruzar el garaje y caminar por un pasillo que bordeaba la casa vecina.

Dayana e Ingrid, compañeras de residencia de su prima, estaban en casa esa mañana y Ana conversó con ellas por primera vez. Dayana tenía 24 años y estudiaba Dirección de Empresas en la UCR. Ana sintió simpatía por ella: la recuerda amable, extrovertida y de verbo ágil. Justo esa mañana, Dayana se había cruzado con la vecina del frente, la señora Cajina; intercambiaron números de teléfono y acordaron salir a caminar antes de prepararse para ir a clases.
Ingrid, por su parte, era más reservada, pero le pareció una persona agradable. Tenía 24 años y estudiaba Psicología en la misma universidad.
Ana pasó tres días visitando tiendas en el centro, viendo películas en casa y yendo al mar. Dos días después de su llegada, fue con su prima al Mall Centro Plaza y en el cine vieron Arrival, muy de moda entonces.
Regresaron a casa alrededor de las nueve de la noche y, mientras caminaban por el pasillo que conducía al apartamento, Ana percibió una bicicleta montañera negra estacionada junto a la pared. Ese detalle no pasó desapercibido: significaba que Ariel había llegado a visitar a Ingrid, con quien tenía una relación desde hace algún tiempo.
Ariel era un joven entusiasta del baile, trabajaba en una tienda de repuestos y cursaba la carrera de Administración de Empresas en la Universidad Técnica Nacional de Liberia. Vivía cerca, junto a sus hermanos y a menudo pedaleaba hasta la casa de los estudiantes en barrio La Victoria.
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Joseph llegó poco después, justo a tiempo para la cena. Dayana, Ingrid y Ariel estaban en sus habitaciones y no salieron a cenar con los demás; quizá ya lo habían hecho o prefirieron descansar. Stephanie, Joseph y Ana prepararon la cena y pronto se fueron a dormir.
Ana, la menor del grupo, se acomodó en una colchoneta en el suelo, mientras su prima y Joseph compartían la cama. Conectó su teléfono al cargador y se quedó enviando mensajes hasta dormirse, pasadas las diez de la noche.
Las manecillas del reloj marcaban la medianoche. Era jueves 19 de enero. El silencio cubría el vecindario. Quizás se escuchaba alguna chicharra o el motor de algún vehículo que regresaba tarde, después de una noche de tragos, pero ningún sonido tan fuerte como para perturbar el sueño de las seis personas que dormían en la casa.
Esa madrugada a Ana no la despertó el canto de los pájaros ni el de algún gallo vecino. Un portazo violento la hizo abrir los ojos, al tiempo que escuchó una voz baja, pero firme: “Callados”. La silueta de un hombre se recortaba en la oscuridad. El tono le resultó extraño.
El intruso llevaba el pelo negro y corto, vestía una pantaloneta blanca sin bolsillos y zapatos claros. No tenía camisa, y un tatuaje con dos letras chinas en su escápula derecha salía a relucir. En una mano empuñaba un cuchillo y su boca emanaba un denso aliento a licor.
“Si no se quedan callados los mato”, sentenció a eso de las dos de la madrugada.
El hombre les ordenó salir del cuarto y caminar hacia la habitación de al lado, donde dormían Ingrid y Ariel. Se acercó a la cama y tiró de la sábana. Ambos despertaron, sin entender del todo lo que ocurría.
“Callados”, repitió mientras rasgaba sábanas y paños con el filo del cuchillo. Luego, miró a Ariel y le ordenó que atara a sus amigos de pies y manos y colocara una mordaza en la boca a cada uno.

Se dirigió al último cuarto, donde dormía Dayana, y golpeó la puerta. Aterrada, se negó a salir. Eran las 2:10 a. m. cuando, en un intento desesperado, la joven trató de llamar a su vecina del frente, con quien esa semana había empezado a salir a caminar. Pero nadie respondió.
Aún aferrada a la esperanza, Dayana envió dos audios a su vecina. En ellos se le escucha dialogar con el hombre y suplicar clemencia: “Muchacho, ¿usted jura que no nos va a hacer nada? Muchacho, es que me estoy descomponiendo“, le dijo, segundo antes de ceder a las amenazas y salir de la habitación.
Sin explicar motivos, el hombre degolló uno a uno, comenzando por Joseph. Siguió con Ariel, luego Dayana, Stephanie... y finalmente Ana, a quien sostuvo con fuerza de las manos y le cortó el cuello dos veces hasta que perdió la conciencia.
En ese cuarto, solo quedaba Ingrid con vida. Pese a que nadie atestiguó sus últimos minutos, las autoridades judiciales determinaron que Ingrid fue la única en esa habitación que fue abusada sexualmente. Su destino también fue sellado con mortales heridas en el cuello.

Se convirtió en caso de estudio
Rodrigo Campos Cordero, director de Ciencias Criminólogas de la Universidad Estatal a Distancia y docente en la carrera de Criminología todavía lleva el caso a sus aulas.
“Es relevante porque se trata de un caso de trastorno de personalidad antisocial con muchas características típicas de los estudios que han llegado a determinar este tipo de trastornos. (...). Como no tenemos muchos detectados en Costa Rica, resulta bastante útil”, manifestó a RD.
Campos explicó que, aunque el 3,5% de la población tiene rasgos de personalidad antisocial, no todos los casos desembocan en el extremo del espectro: psicopatía o sociopatía. Asimismo, no todos tienen un frenesí destructivo, como el del hombre que irrumpió en la vivienda.
“Son casos poco comunes, o poco diagnosticados”, sentenció el experto. ¿Quién llegará a este extremo? No es posible saberlo.
A las 5 a. m.
Ana perdió la conciencia tres veces antes de salir del cuarto y alcanzar la cocina. Arrastrándose, encontró un cuchillo con el que cortó sus ataduras y con la boca, desató sus manos. Tomó un trapo, lo colocó en su cuello y, sentada en el suelo con las rodillas dobladas hacia su pecho, descansó la espalda contra el desayunador.
El reloj marcaba las 5 a. m. y el despertador sonaba en la casa de al lado. Como de costumbre, Cajina revisó su celular antes de empezar el día. Tenía dos audios y una llamada perdida de Dayana. Consternada, la llamó y respondió sus mensajes.
“Hola, buen día. ¿Qué le pasó? Hoy no voy a caminar", escribió sin recibir respuesta.
Cajina, desconcertada, le pidió a su esposo que fuera a revisar si todo estaba bien en la casa de los muchachos y encontró la puerta entreabierta. Llamó varias veces sus nombres, sin respuesta.

La pareja regresó a su casa a hacer el desayuno y pasadas las 6:05 a. m. decidieron volver a la residencia de los jóvenes, pues a esa hora era habitual que ya hubieran salido a comprar el pan antes de ir a la universidad.
Los vecinos hallaron a Ana en la cocina, con las rodillas recogidas y presionando el trapo contra su cuello. Estaba despierta y, aunque no podía hablar, con una mirada intensa señaló el cuarto. Zúñiga colocó la mano sobre la puerta y se asomó a la habitación, aún con el ventilador encendido de la noche anterior. “Sentí un bajonazo”, recordó meses después en los tribunales de Liberia.
Pocos días después de los hechos, la pareja desmanteló su casa y se alejaron hasta hoy.
“Un crimen de esta magnitud genera un trauma colectivo, donde la comunidad entera queda afectada, incluso si no tuvo un vínculo directo con las víctimas. Hablamos de una ruptura psicoemocional del tejido social: se pierde la sensación de seguridad, se activan temores profundos”, afirma Hanna Arroyo Prendas, psicóloga forense.
La experta agregó que el estrés postraumático que desencadena un caso como este puede extenderse por años y manifestarse en niños, adolescentes, adultos mayores y personas que ni siquiera conocieron a las víctimas, pero que, de alguna forma, llegan a sentirse identificadas.
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Fuera del cuarto, no había señales de forcejeo, ni rastros de una disputa, y la puerta principal no tenía señales de haber sido forzada. El hombre entró como si fuera un habitante más de la casa, sin saber que, sobre el apagador del cuarto había dejado un rastro de sangre que lo delataría.
Un sacerdote, una huella, un convicto y un tatuaje
Aquella noche no se escucharon gritos de auxilio, tampoco se acercaron carros extraños ni se oyeron pisadas sobre el techo del complejo de casas. Al menos, eso manifestaron los vecinos cuando las autoridades los interrogaron uno a uno.
Las pertenencias de los universitarios permanecían intactas dentro de la vivienda. Algunos teléfonos aún estaban conectados a la corriente y las computadoras reposaban justo donde las habían dejado antes de acostarse. Las autoridades descartaron el robo como móvil del crimen.
Las dudas comenzaron a inundar a los propios agentes desde el momento en que entraron a la habitación. ¿Cuántas personas se necesitaban para inmovilizar a seis jóvenes? ¿Por dónde irrumpió el asesino? ¿Por qué lo hizo? ¿Cómo se veía?
Ana era pieza clave: la única sobreviviente que vio al asesino a los ojos y recordaba con precisión sus facciones. Sin embargo, esa misma mañana, la menor fue trasladada al hospital Enrique Baltodano, en Liberia y sometida a una cirugía. Aunque su estado de salud era favorable, no podía hablar.

Con la ayuda de su madre, en la cama del hospital, Ana logró describir al agresor sin pronunciar palabra alguna. Expertos elaboraron el retrato hablado del sujeto e identificaron el tatuaje chino en su espalda, que, tras una revisión de antecedentes, encendió la luz en la pesquisa. “Es ahí cuando surge el nombre de Gerardo Ríos Mairena por primera vez, porque lo habíamos detenido años atrás”, declaró en el juicio Roberto Silva, otro agente OIJ que dirigió la investigación.
Ríos Mairena, conocido como Guaco, era albañil y sobrino de la mujer que, desde hacía seis meses, alquilaba la casa a los jóvenes. Su vivienda colindaba con la de sus abuelos y, a otro costado, con la residencia de los universitarios. Vivía tan cerca que, desde una ventana en la parte trasera de su casa, podía observar el cuarto de Ingrid.

Mairena había sido condenado a ocho años de prisión en 2011 por transportar droga. Sin embargo, en diciembre de 2015 fue liberado e integrado al Programa Comunidad Libre de Liberia, del Ministerio de Justicia y Paz. Un juzgado consideró que tenía un núcleo familiar estable que reduciría el riesgo de reincidencia.
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Desde entonces, debía firmar el 20 de cada mes. Pero ese enero lo hizo cuatro días antes, el 16.
Mairena conocía bien el apartamento donde vivían los universitarios. Poco antes de que se mudaran, él mismo había realizado trabajos de pintura en el interior del inmueble. Las autoridades judiciales decidieron ponerlo bajo vigilancia.
Pocos días después del crimen, el sospechoso se comportaba con normalidad. Caminaba por los alrededores como si nada hubiese ocurrido a escasos metros de su propia casa. Incluso, La Nación publicó entonces una fotografía en la que se le veía realizando labores de pintura en el pasadizo justo frente a la entrada del apartamento de las víctimas.

“Para ellos (sociópatas) nosotros somos los que estamos equivocados. Ellos están haciendo las cosas bien, por eso en estos casos ni siquiera parecen entender por qué se le está condenando. Tienen perfectamente racionalizado y justificado el hecho de lo que estén haciendo”, explicó el criminólogo Rodrigo Campos.
Al tiempo que las autoridades seguían distintas líneas de investigación, 300 informaciones confidenciales llegaban a los agentes. Una de ellas apuntaba a Ríos como el responsable. El 26 de enero, un sacerdote de la comunidad se presentó ante los investigadores con dos documentos y una fotografía. Alguien los había deslizado por debajo de la puerta de la casa cural, poco después del mediodía.
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“Padre. Espero que pueda ayudarnos con esto. Entregando esto al OlJ. Realmente espero que investiguen esto y no a la fuente. He tratado de buscar la forma de reportar esto. Así que esta fue la única que vi realmente fiable. (...). Tengo que decir que el sujeto que están buscando vive donde la señora que alquila este apartamento y creo que es su madre. (...). Al fin si es inocente que lo demuestre. Alonso Ríos Mairena”, decía el documento.
Las autoridades confirmaron, a través del rastreo del celular de Ríos Mairena, que estuvo en Liberia la madrugada del crimen y detectaron inactividad en su dispositivo entre la 1:09 a. m. y las 2:30 a. m. Este silencio digital coincide con el intervalo en que, según las investigaciones, se cometió el asesinato de los cinco jóvenes.
La evidencia más contundente llegó con los resultados de la huella de sangre que Ríos dejó sobre el apagador del cuarto de las víctimas, la cual coincidía con las marcas en su mano.

Con estos elementos, a las 6 a. m. del 3 de febrero —tan solo quince días después del hallazgo de la escena del crimen—, los agentes allanaron su casa y la de sus abuelos. Ríos estaba escondido debajo de una cama cuando entró la policía y fue detenido en el sitio.
Al lugar llegó Aquiles, entrenado para detectar ADN humano. El perro, de raza bloodhound, identificó un cuchillo en una vitrina, una pantaloneta blanca y zapatos que coincidían con el relato de Ana.
Esa misma tarde, sin titubeo, la menor reconoció al hombre y lo señaló como el sujeto que estuvo dentro de la casa de su prima la madrugada del 19 de enero.
La psicóloga Hanna Arroyo afirma que, en el caso de Liberia, el agresor actuó impulsado por una mezcla de obsesión sexual, hostilidad acumulada y frustración narcisista. De hecho, así se concluyó en enero de 2018 en los tribunales de Liberia. Cegado por una fantasía sexual con Ingrid —la única víctima que sufrió abuso— y molesto por la visita de su novio, Ariel, Ríos Mairena cometió la masacre que sacudió el país.
Fue sentenciado a 216 años de cárcel, responsable de cinco delitos de homicidio calificado, una tentativa de homicidio calificado y un delito de abuso sexual. Hoy purga pena máxima en La Reforma.

Flavio Quesada, agente encargado del caso afirmó que el proceso para hallar al monstruo de Liberia generó avances en las técnicas de investigación; sin embargo, por motivos de seguridad, omitió revelar detalles.
Para el exjefe del OIJ, Gerardo Castaing, la investigación del caso es ejemplar, pues en quince días se recopilaron los elementos necesarios para culminar en una sentencia condenatoria.
El síndrome de Bonnie y Clyde
En 2018, Chris Watts fue sentenciado a cadena perpetua por asesinar a su esposa embarazada y a sus dos hijas pequeñas en Denver, Estados Unidos. Cuando ingresó a prisión, comenzó a recibir cartas de amor y visitas por parte de mujeres desconcoidas.
El monstruo de Liberia suscitó el mismo fenómeno. Así lo revela a esta revista el agente Flavio Quesada. Una vez tras las rejas, mujeres y hombres comenzaron a enviar solicitudes para tener visitas conyugales con él en La Reforma.
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“Posterior a la investigación, del Ministerio de Justicia nos pedía información en el sentido de que si era o no seguro de que esa persona, el imputado de esa causa, pudiera recibir visitas de femeninas (y también hombres)”, dijo Quesada.
“Había una gran cantidad de mujeres que querían visita conyugal. Vea el nivel de enfermedad de algunas personas. Un crimen tan atroz, hizo algo tan bajo”, agregó.
El criminólogo David Wilson, de la Universidad de la Ciudad de Birmingham, en Inglaterra, explicó en 2023 el fenómeno llamado “hibristofilia” y también conocido como el síndrome de Bonnie y Clyde.
Este fenómeno, investigado por primera vez por el sexólogo John Money, en 1986, se trata de la atracción o la necesidad de formar un vinculo romántico con un asesino o persona violenta.
Es difícil rememorar un crimen tan atroz como el de Liberia. Pero para los expertos que indagan el crimen actual, es crucial extraer lecciones de aquellos delitos que puedan iluminar la violencia del presente. Resuelto el caso, quedan preguntas en el aire, que tal vez nunca serán resueltas.