
Alguien debía desvelarse para recibir al sol enrojecido, hacerse cómplice de los mosquitos y llegar a la cima con suficiente pulmón. Caminar, casi escalar, más de 20 kilómetros entre agua, bochorno y rayería, para entonar con ritmo un feliz cumpleaños. Porque medio siglo no pasa desapercibido, menos para la máxima cumbre del país.
En el Parque Nacional Chirripó, inflado de verde, se respiran los susurros del hielo; se acarician las nubes que dejan entrever el volcán Poás a la izquierda y el cerro Kamuk a la derecha. Pero antes de gozar semejante cordillera, naturalmente, se requiere una travesía con ciertas estrategias (y dolencias), a la que yo me había comprometido para no quedarme atrás.
¿Mis credenciales? No practico deportes, ni nunca estuve cerca de ser atlética, pero cargo las memorias de mis antecesores, quienes habrían ascendido sin dificultad. Además, negarme a cantarle al Chirripó en su fecha especial habría sido un sacrilegio, y posponerlo al año siguiente me habría condenado a la incomodidad de celebrar un número impar.
Así fue como, con tres semanas de “preparación” de humildes caminatas, llegué al kilómetro 0, el Termómetro. Era aún madrugada, bajo el cielo despejado, con mi voluntad amoldada a tres destellos: el del foco, el de las estrellas y el del satélite natural, que parecía sonreír.

Aprender a respirar
Piedra sobre piedra; al menos eso alcanzaba a distinguir. La lluvia de la noche anterior había tornado los primeros trillos en los más técnicos, según me advirtió mi especialista de confianza, el fotoperiodista Alonso Tenorio, quien lleva tres décadas ascendiendo el Chirripó. Y por su comitiva, crucial hasta para aprender a respirar, dejé de avanzar por el sendero de los caballos para enfocarme en el de la humanidad.
Alguna vez escuché que el 70% de la preparación para llegar al Chirripó es mental, y quizás no es exageración. Es hasta bonito sobrellevar el esfuerzo de levantar las rodillas si se presta atención a las hojitas pescadas por los bastones, o si se hace una pausa para observar a los quetzales que, muy de vez en cuando, se asoman a saludar.
Entretanto, para cuando la luna tomó su relevo y luchamos contra una ligera llovizna, me perdí en la marcha de un pajarito. Al seguir la serpiente de sus huellas, juré haber entrado a otra dimensión.
Nunca faltan los escépticos a tales relatos, pero los vecinos de la montaña, que pierden la cuenta de tantos ascensos, los relatan con anécdotas. “Hay energías geotérmicas y estáticas, raras”, dice uno de los arrieros, que sube y baja más de 14 kilómetros en un par de horas. Ha sido testigo de visitantes que se pierden en la sierra, cuyos paraderos permanecen inciertos. Y una de las explicaciones que atribuye a estos sucesos, son los portales.
Convencida de ser víctima de aquella catástrofe, perdí de vista a mi compañero, quien por su agilidad se esfumaba. La tierra, de un café desteñido, y la vegetación, de un rosa absurdo, parecían señales del delirio. Me resigné a avanzar, abandonada y dramática; hasta que escuché otro pajarito y salí, a la mitad de la montaña.
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¿Qué hora es?
En el kilómetro siete se ubica una tiendita, pulpería o sodita, que revitaliza por sus tortillas aliñadas y banquitas. Desde allí se avizoran las tres horas y media que aún restan por recorrer, incluidos los tramos que muchos consideran los más severos.
—¿Qué horas son? —pregunta uno de los transeúntes que viene bajando. —Las del café —le responde otro, pues en escenarios normales ya se estaría desayunando. Claro, cuando se diluyen los grises entre la fronda, hasta provocan las ganas de abrigarse y acostarse; pero hoy no hay reposo, porque estamos caminando, caminando, caminando.
Ahora predominan las cuestas con robles: árboles robustos, inmensos, que tardan hasta dos siglos en crecer. Que han estado allí desde mucho antes de que este territorio fuera reconocido como merecedor de protección estatal.
De pronto, se alzan los páramos. Helechos plateados, flores diminutas y ramitas ya no tan altas que sirven de refugio a los escarcheros —pájaros semejantes a los cuervos, pero de pico amarillo y carácter amistoso—. También se rompe la ilusión, porque son la morada de papeles higiénicos que algunos desidiosos dejan atrás.
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De allí se accede a un tramo afamado por su suelo carmesí. Conocido como Los Quemados, evoca aquellos incendios que carbonizaron a los árboles que, contrarios a la gravedad, erguidos seguirán.
Pensando en su resiliencia, se hace más llevadero el trayecto hasta la Cuesta de los Arrepentidos, en la entrada del decimotercer kilómetro. Es el inicio del fin; algunos se rinden al verla, otros a medio camino, y unos cuantos a escasos metros de vencerla. Solo veinte pasos más, hay que repetirse, dentro de los 2.246 que lo conforman. Son rudos, naturalmente, pero se superan con pausas y sorbitos.
Una vez conquistados, se abre un talud de arbustos. Son como algodones, o quizás brocolís recién hervidos, de un verde diluido. En la cima se alzan los crestones, que de vez en cuando se tiñen de dorado. Hacia abajo aguarda la recompensa, en forma de albergue.
Entre esas cuatro paredes, donde caben al menos 60 personas en camarotes, se puede descansar, o para quienes tengan la audacia suficiente, continuar por alguna de las rutas del monte. Nosotros preferimos probar ese arroz con frijoles que sabe distinto, incluso superior al de la capital. A lo mejor, porque lo suben a lomo de caballo.
El Chirripó, ubicado en San Gerardo de Rivas de Pérez Zeledón, se eleva a 3.820 metros de altitud. Cada uno se siente con fervor, desde las hebras del cabello empapado de sudor hasta las plantas machucadas de los pies. Es una sensación compartida, de la que bien pueden dar testimonio las 15.000 personas que ascienden por año.

Feliz cumpleaños, Chirripó
Una segunda jornada, que emprendimos una vez más de madrugada, pudo haber tomado tres horas, quizás más; no llevé la cuente con el reloj, sino con los colores en las alturas. Engaña quien asegura que no es ruda. El ascenso es paulatino, sí, pero la falta de sueño lo complica.
Me seguía animando la idea de entonar “feliz cumpleaños”, aunque el canto no sea mi virtud. Intenté seguirle el paso al guardaparques, quien dicho sea de paso muy amablemente nos acompañó, hasta que me quedé atrás. Y de allí la travesía se transformó en una batalla contra mí misma, en el medio de la montaña oscura, helada y empinada; en medio de la nada.
No había árboles en el sendero a los que aferrarse para tomar prestada un poco de energía, pero rocas sobraban. Enormes, imponentes, de un tono que no supe reconocer; tal vez negro, quizá café. Se volvieron aliadas. Me sostuvieron mientras recuperaba el aliento y, entre pausa y pausa, apareció ante mí el rótulo esperado: el último aviso para llegar a la cima.
Para entonces el cielo, celestito, me mostró una de las tantas lagunas cubiertas con un velo tupido de neblina. Sentí premura, aún más para alcanzar ese naranja vibrante que empezaba a encender el horizonte. Pero todavía hacía falta superar más rocas. Secas. Duras. Sueltas.
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La montaña, guardiana de las memorias de cuando fue un glaciar hace cientos de miles de años, abruma. Intuyo que según la intención con la que se ascienda, allí se pueden abrir o sanar heridas. A mí me obsequió un paisaje irrepetible, propio del punto más alto del país. Esa cima, en su 50 aniversario, se rodeó con nubes dirigidas a cuantos volcanes se pudieran nombrar, las tranquilas playas del océano Pacífico, las tierras ya no tan lejanas de Panamá…
Ojalá hubiésemos celebrado en la cima con la bandera tricolor, hoy desaparecida, tal vez sustraída por algún explorador. Al menos con las astas, ahora derribadas hacia el precipicio. Pero esos detalles resultaban insignificantes, cuando hasta los juncos, los colibríes y algunas mariposas llegan errantes, cantando feliz cumpleaños.
“Este es un desayuno de alturas”, alguien bromeó. Un sándwich de queso y jamón nunca supo mejor. Ni el café frío, del que no me arrepiento haber subido. Ni las galletas y las mandarinas. Solo quedaba pronunciarlo: gracias, Chirripó.
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Una eterna cuesta abajo
No sería una fiesta si no se canta dos veces, al menos para vacilar. De regreso a la base, en el entrañable albergue, partimos el quequito del 50 aniversario (aún es un enigma cómo subió al hombro de un par de lugareños). Sin velitas, claro está.
A la mañana siguiente, emprendí el descenso con el sol a la espalda. Fue un tramo ameno, con los simples ruidos que sopla el viento y las carreras de los conejos que tienen la dicha de habitar semejante lugar. Era una calma incluso excesiva, hasta que aparecieron los tábanos: esos mosquitos que, como diminutos colibríes, baten sus alas a gran velocidad, suspendidos en el aire.
Al principio, los tomé como pasajeros, dueños del terreno. Luego, se convirtieron en hostigadores. Zumbeaban por la izquierda, y si no les prestaba atención, por la derecha. Por delante ni qué decir; nublaban la vista, y por detrás del cuello también los podía oír.

Después de 10 kilómetros en bajada con los mosquitos al acecho, resulta fácil, demasiado fácil, perder los estribos. Ya no eran pausas por fatiga, sino treguas forzadas para intentar espantarlos. Todo en vano, pues insistían en posarse sobre mis pestañas, o mi oreja, o en mi mejilla.
Justo cuando parecía haberlos convencido de apartarse —nada tiene que ver que desaparecen a menor altitud—, entré en territorio de jabón. En lugar de pisar tierra, se surfeaba. Ni siquiera hacía falta levantar el pie, para qué. Y de nuevo tocaba recordar que, aunque cinco horas se hagan eternas y se sepa que aún esperan un par más de descenso, hay más vida que mosquitos en el sendero.
Una familia de monos araña por aquí, una ardilla por allá, escarabajos por debajo y un tucán por encima, con el río fluyendo a la par. Este es su territorio, su hogar, al que se ingresa y sale con veneración. Más aún cuando se sabe que, esta tierra sagrada, maldice o bendice.
Agradecimientos: A Alonso Tenorio, por compartir sin celos su amor por la cima; a Carlos Hiller, por subir con lienzo en mano para reflexionar sobre el valor de la conservación; al guardaparques Alexis Cruz, por guiar y cantar aunque no le gusta el pastel; y a todos sus colegas guardianes de la montaña, cuyos consejos fueron de inmenso valor.

