De un lado a otro, el grupo de cocineros de la Escuela Centroamérica, en Tirrases de Curridabat, carga con ollas, platos, cubiertos y vasos.
Son meses especiales porque el comedor de estudiantes está en un proceso de remodelación. “Esa es la emoción”, cuenta José David Navarro, uno de los cocineros. “Nos da una felicidad muy grande tener más espacio para servir y preparar los almuerzos”.
La ampliación del comedor es un festejo en grande: la escuela atiende a más de 800 alumnos y además alimenta al personal docente y administrativo, que ronda las 60 personas. Es todo un reto dar comida a tantas personas de forma diaria. “Tener más espacio nos ayudará demasiado”, cuenta.
José David se une a las labores de preparación, junto a Marlon Ulate, Rodolfo Montoya y Aida Ramírez, quienes preparan arroz, lentejas, papas doradas, ensalada y un fresco de limón para toda la comunidad estudiantil. Son varias las ollas gigantes necesarias para cumplir la misión.
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Aida lleva casi veinte años de estar acá en la escuela. “Amo mucho la escuela, amo mi trabajo y amo cocinar”, dice con contundencia, “sobre todo porque todo lo que uno hace es para los niños. Puedo decir que amo mi trabajo; no cualquiera puede decir eso”.
Rodolfo empezó a trabajar a los 19 años en cocina: primero estuvo 12 años en un restaurante y hace cinco años llegó acá. José David a los 18 entró a trabajar en un restaurante de comida rápida, después sumó cinco años en una empresa de helados y lleva 3 años en la escuela pública. Marlon es el más nuevo de todos: suma tres meses aquí y asegura que es “su trabajo predilecto”.

Todos coinciden en una misma línea: no importa si hay que madrugar, no importa si hay que salir tarde, pues los niños lo son todo y el esfuerzo vale por ellos.
“Uno anda en la calle, en la tarde o en la noche, y ahí aparece algún chiquillo que le grita a uno ‘gracias por el almuerzo de hoy’ y vienen a darle un abrazo. Eso no tiene precio”, asegura Rodolfo.
José David y Marlón, además, estudian en este mismo centro educativo en las noches. Su vida se ha impregnado de una vida entre espátulas, cucharones y cuadernos durante 14 horas. “Eso a uno le provoca un apego muy grande. Uno quiere estar al servicio de la escuela también como agradecimiento”, dice Marlon. “La escuela se convierte en nuestra casa”, agrega José David.
Para Aida, esa relación la encuentra con sus hijos. Tras más de dos décadas, ha visto a sus pequeños graduarse de acá, crecer y alimentarlos, no solo en su hogar, sino también en su escuela. “Tenerlos acá fue algo maravilloso porque, si uno hace cuentas, pasa más tiempo acá que en la propia casa”, dice.

El sentimiento de familia es inevitable: los cuatro cocineros comparten días y expectativas. “Uno quiere dejar satisfechas a tantas personas”, cuenta Marlon. “Por el tipo de comunidad, hay muchos niños que solo tienen una comida al día y es aquí. Eso es un compromiso porque uno debe asegurarse que sea un momento especial”.
El amor entra por la comida, agrega Marlon, y sus socios de la cocina se suscriben a esa filosofía. Lo que ocurre entre ollas y sartenes aquí es una postal indeleble para la historia de cada estudiante que crece.