Una vez Efraín Solís llevó a su casa un libro lleno de lindas imágenes. Su mamá, doña Hortensia, notó en el bulto de su hijo que ese material no le pertenecía. Preguntando supo que un compañerito se lo cambió por un esponjoso tamal de elote que ella le había enviado de merienda.
A doña Hortensia le pareció que “el negocio” no era justo y que, aunque el chico ya se hubiera comido el tamal, su hijo debía devolver el libro. Esa etapa marcó a Efraín Solís para siempre. Su mamá le enseñó que nunca debía aprovecharse de los demás, sino que más bien era bueno ayudar, porque “quien da, nunca tendrá sus manos vacías”.
Efraín creció en las montañas de Santa María de Dota y fue feliz soñando con la idea de “ser adulto, casarse, tener hijos y sembrar arroz y maíz para vivir”, como le respondió a su maestra cuando le preguntó cuál era su visión del futuro.
Solís etudió hasta sexto grado y a partir de allí trabajó en el campo. Con la agricultura ahorró suficiente dinero para invertir en el que se convirtió en el negocio de su vida.
Hoy, cerca de sus 90 años, don Efraín recuerda que tuvo 10 hermanos y que se criaron descalzos. En aquellos tiempos, por allá de 1930, los zapatos no eran de acceso para todos. Tampoco el transporte automotor. Una vez su mamá requería una operación y, para trasladarla hasta San José, tuvieron que hacerlo en carreta, un recuerdo indeleble para don Efraín, quien años después compró, junto con su papá, Patricio Solís, una línea de autobuses que iba desde San José hasta la Zona de los Santos.
A partir de ese momento, Solís se asentó en San José, básicamente en el mismo taller en el que guardaba su “cazadora”, pues la mayor parte del tiempo estaba viajando. Salía todos los días desde la terminal de la Coca Cola a las 6 a. m.
“Compramos una línea a un señor Talí Fallas, de Desamparados. Empecé haciendo la ruta por San José, Cartago, El Empalme, Santa María, San Pablo y San Marcos de Tarrazú. Esto lo hicimos aprovechando que llegó la carretera hasta Santa María de Dota, antes el bus llegaba pero entraba por el lado de Frailes de Desamparados.
Ya mis hermanos tenían otra línea que llegaba hasta Santa María. Yo la compré hasta Tarrazú. Luego me asocié con mis hermanos Joaquín, Rigo, Guillermo y Enrique e hicimos una sociedad, yo tenía como 25 años”, recuerda.
Camino de ayuda y contratiempos
Manejando autobús, Efraín fue feliz. Encontró el amor de su actual esposa, doña Miriam Vargas, una docente a quien conoció en un viaje. También se llevó dos fuertes sustos, como cuando una gata no funcionó y una parte del bus le cayó y le trituró su mano; requirió terapia pero luego retomó el volante. A mediados de los años 70 el susto fue mayor: revisando un bus por debajo, el automotor le cayó encima y lo declararon muerto en el lugar, pero unos quejidos alertaron a los rescatistas de que el chofer estaba vivo. Su pelvis se quebró y una gran herida en la pierna recuerda el suceso que, por más desafortunado, no le alejó de su pasión.
Y es que el hecho de transportar por cerca de cuatro horas a los pasajeros que iban para la zona de Los Santos era solamente una de las satisfacciones de don Efraín, quien también buscó otros servicios para ofrecer gracias a su transporte, todo con el fin de “beneficiar” al pueblo.
“Para llegar con el correo había que hacerlo a caballo. Como yo todos los días pasaba por el correo se me vino la idea y les dije que los paquetes de Santa María, San Marcos y San Pablo yo los podía llevar hasta su destino, así el correo llegaba todos los días. También pasaba por La Nación en San José y coordiné con los agentes de esos cantones para garantizar que les llegara, La Nación me pagaba ¢5000 por mes y en 1990 me dieron una carta en la que consta que me iban a ajustar el salario por mi servicio”, cuenta.
Don Efraín también llevaba unos periódicos adicionales para que sus pasajeros fueran leyendo durante el viaje y se empaparan de la actualidad nacional. Al llegar al destino, él los recogía y luego los vendía a personas que no tenían acceso al diario.
“Cuando La Nación se pasó a Llorente, yo ya no pasaba por el periódico, ellos me lo llevaban a mi nueva terminal en Barrio Luján”, recuerda.
Hoy la casa de don Efraín está adornada por reconocimientos que atesora. Escuelas, colegios y hasta iglesias le dieron adornos con leyendas en las que agradecen su servicio y cordialidad. Cuenta que muchas veces llevaba en el bus a escolares que viajaban de Ochomogo a Taras, para que no se mojaran. También hacía excursiones para que adultos mayores visitaran la playa.
“En esos tiempos (entre los años 50 y 60) en Santa María y alrededores no había ambulancia ni bomberos. Más de una vez había que correr (conduciendo) porque traía a una embarazada y uno venía casi listo para recibir a la criatura. Como el hospital quedaba cerca llevaba a la señora de una vez a la puerta del centro médico”, rememora.
En cada trayecto desde San José, don Efraín recuerda que cuando llegaban a Cartago, les daba a sus pasajeros 10 minutos para que pasaran a comprar pan y llegaran a tomar café tras un viaje tan largo.
“Ahora no hay humanidad. Ahora no hay amor a la patria, ni al prójimo, muchos piensan solo en la plata”, afirma.
Don Efraín dejó de conducir a finales de la década de 1990 y vendió su empresa autobusera. Desde entonces vive en una finca en Sarapiquí, también puso un restaurante. Al mirar atrás se siente satisfecho por el servicio, y porque gracias a su trabajo pudo darles casas a sus nueve hijos. Hoy disfruta en la compañía de sus 14 nietos y 3 bisnietos.
Sus días pasan entre libros, textos que escribe y el recuerdo de cerca de 50 años al servicio de los demás, tal y como su mamá se lo inculcó.