
Ahí, donde hoy se alzan las instalaciones de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) de Cachí, estuvo la Escuela Florencio del Castillo, el centro que durante años llevó el sello de la directora y maestra Marta Avendaño Orozco.
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Originaria de Paraíso, Marta fue una maestra —desde principios del siglo XX— de esta pequeña escuela de Cachí, construida con madera cortada en el mismo pueblo, de estilo rancho, con cuatro corredores externos y un techo de teja sostenido por cerchas también de madera.
Quienes vivieron en esa época recuerdan que los alumnos llegaban descalzos, con la ropa sucia, apenas bañados. Marta, con experiencia en otras escuelas de Goicoechea —donde estudió— y de Paraíso, empezó a crear en un lugar donde no había prácticamente nada.

“Era un lugar donde había trabajo y dinero, pero los hombres eran alcohólicos y había mucho descontrol”, dice Roberto Solano Avendaño, hijo de Marta.
Roberto tiene 84 años. Es alto, de tez blanca, como recuerda que era su madre. Hoy se encuentra en la casa de ella, en Paraíso de Cartago. Lo acompaña su hermana Ana, y detrás de ellos cuelga un retrato de su mamá.

Alrededor, todo eran cafetales, calles de tierra, silencio… o borracheras, según la hora del día. Marta Avendaño, junto a los niños, hizo un sembradío de hortalizas para que los pequeños pudieran comer lo que plantaban con sus propias manos. Esta fue una de las iniciativas, además de las académicas, que impulsó en la pequeña escuela de Cachí. También dio clases de costura, religión y música.
“La mejor sopa que comí en mi vida fue de un sembradío que hicimos con mi mamá”, dice Roberto.
Era normal ver a Marta bailando, cantando, declamando o actuando en veladas artísticas para recaudar fondos para la escuela. Fue con esas colectas que logró que sus alumnos fueran de los primeros en portar uniforme en todo el país.

De esa pequeña escuela, en medio de cafetales, salieron personalidades como Carlos Luis Coto Guevara, quien fue director del departamento de ortopedia del Hospital San Juan de Dios; Alejandro Chinchilla, otro médico del Hospital Calderón Guardia; y Claudio Solano, quien llegó a ser jefe de Recursos Humanos del Instituto Costarricense de Electricidad (ICE).

Por eso, cuando el 26 de setiembre de este año falleció su hija, Hilda Solano Avendaño, a los 89 años, también educadora de Cachí, en Revista Dominical nos propusimos ir a Paraíso y Cachí para contar la historia de esta familia de maestras que enseñaron a los niños de Cartago.
De una finca cafetalera a una finca chayotera
Desde finales del siglo XIX, Cachí fue una hacienda cafetalera, propiedad del alemán Karl Wolfgan Wahle, conocido como “mister Wahle”, quien donó los terrenos para que se construyeran la iglesia y la escuela.
En 1908 fue vendida al empresario de origen jamaiquino Cecil Vernor Lindo, dueño de la Florida Ice & Farm Company, mejor conocida como Cervecería de Costa Rica, empresa que recientemente fue adquirida por Heineken.

En ese tiempo llegó al país Alex Murray Macnair, un ingeniero eléctrico contratado por Cecil para el montaje de una planta hidroeléctrica en la hacienda. Murray se enamoró de una hija de su jefe, Zaira Lindo. Cuando se casaron, en 1927, Cecil les regaló la hacienda de Cachí como obsequio de bodas.
La finca era entonces una de las más prósperas del país. Murray es recordado como “un buen patrón”: pagaba bien a los peones, les daba techo, atención médica, alimentos y hasta organizaba fiestas.
En esos años, la familia de las maestras Avendaño ya estaba instalada en Cachí. Todos los pobladores, de hecho, eran trabajadores de la hacienda. En el caso de los Avendaño, llegaron porque Marta fue nombrada maestra y su esposo, Manuel Solano Navarro, administraba la finca de Aquiles Bonilla, quien era ministro de Seguridad Pública.

Cuando la finca de Cachí quebró —en parte por el incendio del beneficio en 1962 y también por mal manejo administrativo—, Murray entregó los terrenos de sus viviendas a los trabajadores, a modo de prestaciones laborales.
Como buen patriarca de Cachí, Alex Murray tenía un “plan B” que sería un parteaguas en la historia del pueblo: la planta hidroeléctrica que aprovecharía las aguas del río Reventazón. De un momento a otro, los peones de café se convirtieron en “tuneleros” del ICE, encargado del proyecto de la represa. De hecho, Murray fue el primer presidente de la institución, de la cual también fue fundador junto a Jorge Manuel Dengo.

Para entender cómo Murray pasó de empresario a jerarca de una institución pública, hay que explicar la estrecha relación y amistad que tuvo con José Figueres Ferrer, a quien apoyó durante la Guerra Civil de 1948. Murray fue de gran ayuda porque había combatido voluntariamente en la Segunda Guerra Mundial, en las filas del ejército británico. Se dice que era experto en logística, suministros y comunicaciones, y que colaboró con los servicios secretos en Francia y Noruega.
La huella de Alex Murray todavía puede apreciarse en una casona-restaurante, a pocos metros del centro de Cachí. Muchos turistas que viajan hacia Orosi comen allí, sin llegar al pueblo, pues es uno de los pocos atractivos visibles del lugar.
Este año, la empresa B y C, cuya gerente general es Laura Bonilla Coto —exministra de Agricultura y Ganadería—, adquirió gran parte de los terrenos de la antigua hacienda de Cachí. Esto ha provocado que el paisaje cambie: de cafetales a extensas siembras de chayote.
El martes de esta semana, junto al liceo de Cachí, en la misma calle donde vivió y dio clases Marta Avendaño y sus hijas, un grupo de peones trabaja bajo una malla verde, preparando el cultivo que hoy pinta de verde el paisaje del pueblo.

Una familia de educadores
Los padres de Marta Avendaño fueron Clemente Avendaño Sáenz —maestro cuyo nombre lleva la escuela de Ujarrás— y Paulina Orozco, quien trabajaba en un asilo en San José para que sus hijos pudieran estudiar. Así fue como Marta terminó la primaria en Goicoechea y la secundaria en el Colegio San Luis Gonzaga.
“Mi abuelita tuvo la visión de llevarse a sus hijos y sacarlos de la pobreza”, dice Roberto Solano, hijo de Marta, quien afirma que todos sus hermanos estudiaron, un hito en aquel tiempo, cuando abrazar la educación era una forma de rebelarse contra la sociedad.
Sus hermanas, Hilda y Flor Solano Avendaño (quienes han fallecido en el último año), también siguieron sus pasos como maestras. Primero fueron asignadas a una escuela en Siquirres, donde los alumnos las doblaban en estatura. Luego fueron trasladadas a caseríos de Cachí, en Guatuso y Urasca. Para llegar a Urasca, por ejemplo, debían caminar dos horas diarias. Eran tiempos en que las escuelas rurales tenían pocos docentes, y ellas eran “maestras de todo”.

De esta familia también es Antonio Solano, el primer estudiante de Cachí en graduarse en una universidad extranjera: la Escuela Agrícola Panamericana, conocida como El Zamorano, en Honduras, donde obtuvo el título de ingeniero agrónomo.
Roberto me enseña una foto de un señor de ojos claros y bigote tupido. “Es mi tío”, dice. El hombre de la foto es José Albertazzi Avendaño, periodista, poeta y político. Llegó a ser diputado en dos períodos (1926-1934 y 1938-1948) y presidente de la Asamblea Legislativa entre 1944 y 1945.
“Le decían Pico de Oro”, cuenta Roberto. Cuando le pregunto por qué, responde: “Porque hablaba muy bonito”.

También recuerda que es sobrino de Claudio Orozco, otro destacado docente de Paraíso, quien fue presidente de la Asociación Nacional de Educadores (ANDE) y vicepresidente de la Municipalidad de Paraíso entre 1970 y 1974.
—¿Qué significó para su familia la educación? —le pregunto a Roberto.
—Todo… La educación nos cambió la vida totalmente. Ya no nos quedamos como peones de café ni volando palas. Nos permitió tener una vida más holgada y salir de ese pueblito pequeñito de Cachí que tanto queremos.
Pero cuando quiere recordar, Roberto va a Cachí y se sienta cerca de la iglesia. Alrededor ve casi lo mismo que hace sesenta años: las mismas calles, las mismas casas, los mismos negocios —más o menos—, el comisariato, los vecinos, la misma dinámica.
Este martes, las campanas de la iglesia de Cachí repican mientras los niños salen de la escuela. En la cancha de fútbol, unos hombres platican, algunos en motocicletas, mientras las personas entran y salen de la sede de la CCSS, donde antes estuvo la escuela que dirigió Marta Avendaño.
“Es como si este pueblo se hubiera quedado congelado en el tiempo”, dice Roberto mientras observa la escena. Luego añade: “Aquí pareciera que no se mueve nada”.

