Por aquellos días en que el pueblo costarricense se debatía entre verdes y mariachis, en la antesala de la guerra civil de 1948, en ciertos pliegos de periódico se asomaba la mención de una “policía secreta”. Más de medio siglo después, aquella figura persiste en los titulares, pero bajo el nombre de la Dirección de Inteligencia y Seguridad Nacional (DIS). Y para comprender su lugar dentro del entramado sociopolítico, es necesario retroceder varias décadas.
El primer antecedente registrado del espionaje político en Costa Rica se remonta al gobierno de Teodoro Picado (1944-1948), según explicó a La Nación el historiador Hugo Vargas González, de la Universidad de Costa Rica (UCR). Su investigación, basada en documentos del Archivo Nacional y en registros de prensa, se publicará en el próximo número del Anuario Centro de Investigaciones en Estudios Políticos (CIEP).
Creado por orden de los jerarcas de turno y sin un respaldo legal formal, este cuerpo realizaba seguimientos, principalmente, a ciudadanos de origen alemán. Su propósito, a grandes rasgos, era detectar posibles vínculos con el abastecimiento de submarinos nazis, que entonces merodeaban el Caribe.
Situada en pleno escenario de la Segunda Guerra Mundial, Costa Rica, como vecina del canal de Panamá, se convirtió en un enclave de interés geoestratégico para Estados Unidos. En consecuencia, los adversarios políticos eran los comunistas.
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Hacia la década de 1950, comienzan a surgir referencias de una agrupación conocida como el Servicio de Inteligencia, todavía guiada por directrices del Ejecutivo. Su denominación y responsabilidades vuelven a cambiar cuando la Revolución Cubana sacude la región.
La oleada de exiliados cubanos en Estados Unidos, las expropiaciones impulsadas por el régimen de La Habana y la crisis de los misiles conformaron una amenaza para los intereses estadounidenses y, ante la preocupación, Washington estrechó lazos con los cuerpos de seguridad centroamericanos.
Como parte de la dinámica, el Servicio de Inteligencia se adscribe al Ministerio de Seguridad Pública y adopta el nombre de Agencia de Seguridad Nacional en 1963, durante el gobierno de Francisco Orlich Bolmarcich (1962-1966).
Con el paso del tiempo, cuando Luis Alberto Monge asumió la presidencia en la década de los 80, Costa Rica se rodeaba de una tensa coyuntura. El Salvador y Nicaragua estaban sumidos en guerras, Guatemala vivía el embate de las guerrillas y Honduras enfrentaba una dura represión, solo por hablar del Istmo.
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Aunque los hechos no son comparables con las vivencias de los países vecinos, en Costa Rica se registraron algunos episodios de represión y terrorismo, como el caso del grupo La Familia y el asesinato de Viviana Gallardo, según señaló el investigador Vargas. No resultó sorpresivo que la política de contención frente a la expansión comunista se tornara más agresiva.
En 1986, un decreto ejecutivo volvió a modificar la denominación de la antigua “policía secreta”. Dejó de llamarse Agencia de Seguridad Nacional y adoptó el actual: Dirección de Inteligencia y Seguridad Nacional.
Como parte de la dinámica, Estados Unidos reactivó su presencia en Costa Rica mediante instrucciones directas a funcionarios de la DIS, en las que también participaban agentes israelíes. Sus tareas se dividían entre vigilancia, allanamientos esporádicos, decomiso de libros y material considerado propaganda.
En paralelo, el Estado costarricense creó un nuevo brazo para contener una eventual oleada subversiva: la Unidad Especial de Intervención (UEI).
“Hay capacitación desde los norteamericanos y desde los israelíes (...). Si había un huelguista, vigilémoslo a ver qué pasa. Si había alguien que hablaba en contra de Israel, a vigilarlo. Todavía en los últimos años eso ha pasado. Si había gente que manifestaba alguna posición contraria al gobierno, había que vigilarla”.
— Hugo Vargas González, historiador.

Fue hasta 1994 que, con la promulgación de la Ley General de Policía, la DIS y la UEI se consolidaron jurídicamente. La DIS actúa como el órgano encargado de brindar información al presidente en asuntos de seguridad nacional, mientras que a la UEI —también bajo el mando directo del mandatario— se le atribuyen funciones en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo.
Desde entonces, se han planteado diversos intentos para reformar o eliminar la DIS del aparato estatal: propuestas de disolución, reestructuración y hasta creación de una nueva policía de inteligencia, pero ninguna ha prosperado.
El intento más reciente fue impulsado por el Frente Amplio (FA) y tiene su origen en una iniciativa presentada años atrás por el entonces diputado José Merino, quien propuso la disolución de la DIS. Al igual que sus antecesores, el proyecto de ley terminó archivado.
La DIS opera con una planilla de 115 personas y cuenta con un presupuesto de ¢2.929 millones para 2025, según indicó Casa Presidencial ante una consulta de La Nación. El actual director de la institución es Jorge Torres y su superior jerárquico es el presidente de la República, quien, según la normativa, puede delegar la autoridad en el ministro o la ministra de la Presidencia. Sin embargo, desde la renuncia de Laura Fernández en enero pasado, ese cargo permanece vacante.
Por su parte, el director de la UEI es Jeffry Cerdas Lobo, cuyo superior jerárquico es Jorge Rodríguez Bogle, ministro a.i. de la Presidencia. Según indicó Casa Presidencial a este diario, la Unidad opera con un personal de 55 funcionarios y su presupuesto para 2025 es de ¢1.837 millones.
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Entender la cadena de mando de la DIS
La preocupación por el manejo de las agencias de inteligencia no se restringe, por supuesto, a Costa Rica. La proliferación de mecanismos de vigilancia digital en las últimas décadas han intensificado el debate sobre el uso del poder estatal para el espionaje interno, más allá de su función de defensa nacional.
Grosso modo, la necesidad de marcos regulatorios sólidos, la transparencia en la adquisición de herramientas y tecnología, y la importancia de una cadena de mando clara definen el perfil de una agencia de inteligencia adecuada en una democracia.
Las exigencias de la situación geopolítica han puesto de relieve el tema, como apunta un análisis de 2023 del Belfer Center de la Universidad de Harvard, referido a la situación estadounidense: “La falta de atención a las prácticas éticas y al juicio profesional abre la puerta trasera a todo tipo de consecuencias indeseadas, incluidas la politización, fallos de inteligencia y otros resultados negativos para la seguridad nacional”. Para el autor, los nuevos medios de inteligencia “presentan numerosas oportunidades, pero también tentaciones”.
El documento Oversight of Intelligence Procurement (2024) de Transparencia Internacional recalca la necesidad de contrataciones transparentes de tecnología de inteligencia, una opacidad común en muchos aparatos de seguridad estatales.
“Las circunstancias que justifiquen excepciones a la competencia abierta y la transparencia deben estar claramente especificadas, interpretarse de manera restrictiva y ser evaluadas caso por caso por autoridades de supervisión independientes”, detalla el artículo.
De hecho, en 2022, un grupo de organizaciones lanzó la Declaración de Ginebra, que exige, entre otros límites, “establecer un marco legal y normativo que someta la adquisición de herramientas de vigilancia a una supervisión pública rigurosa, con mecanismos de consulta y control efectivos”.
Pero la necesidad de transparencia no se limita a herramientas digitales de espionaje, cuya extensión se desconoce en Costa Rica hasta la fecha. Una persona dedicada al campo de la inteligencia, consultada por La Nación recalcó que “todo uso de herramientas que invadan la privacidad debe pasar por orden de un juez; se tiene que regular su uso”.
Señaló que la discrecionalidad de los recursos y la falta de registros de cadenas de mando complican la transparencia con la que deben operar agencias como la DIS. “Hay que defender la plena transparencia de que cada operación de la DIS pase por el erario y no por presupuesto discrecionales”, argumentó.
La claridad en este campo, dice, evitaría la eventual acción de agentes de la DIS sin identificación, sin registro de sus movimientos ni claridad en la capacidad con la que están actuando.
