Los pies de Kenari Obando Davis se mojan con la lluvia. No cae un aguacero recio; más bien es una brisa tupida que empapa todas las calles, como si su propósito fuera ponerle brillo al asfalto. Sus pies no escapan del agua: la única protección que tienen son unas chanclas negras que le regalaron estos días.
“Me arden los pies”, dice Kenari, mientras se quita las chanclas y muestra el oscurecimiento en los ganchos de los dedos del pie izquierdo.
Los tiene rajados y, de golpe, el hedor invade todo el espacio, como un humo invisible que se impregna en la nariz, sube hasta la frente y se siente hasta en los ojos. El hongo se ha alimentado de la humedad y la suciedad de las calles de San José, la capital de Costa Rica.
Es viernes 7 de noviembre, cerca del mediodía. Kenari, de 28 años, camina por Plaza Víquez, pero no sabe adónde ir. Desde el domingo pasado, la única certeza que tiene es no acercarse a la calle 8, en la zona roja, donde a cada paso se puede tropezar con personas que viven en la calle.
“Un hombre dijo que me iba a matar con un fierro así de grande”, dice Kenari, y abre las manos para mostrar el tamaño de un cuchillo imaginario más ancho que su cintura.
Tiene la piel café y tersa. Lleva un turbante que le cubre el pelo crespo, un bluyín roto amarrado con un cinto negro y una camisa también oscura que —dice— un amigo le regaló. Ayer le robaron la bolsa donde guardaba toda su ropa, todas sus pertenencias, o lo que es lo mismo: todo lo que le quedaba en la vida.
Cuando se le pregunta por su género, Kenari dice que nació masculino, pero se siente más femenina. Y se ríe. Empezó a consumir crack hace cuatro años y duerme en las aceras desde hace cuatro meses.
De todo eso —dice— me hablará más tarde, después de ir a una iglesia donde le dan almuerzo. Pero sobre todo quiere contar sobre el hombre que juró enterrarle un fierro, el que está obsesionado con ella. El Lobo, le dicen.
Una ciudad desbordada
Las calles de San José están atestadas. Desde hace años existe una “zona roja”, pero en los últimos años —más o menos después de la pandemia— las personas con cartones y sacos se acomodan en cualquier esquina, en un perímetro que sigue expandiéndose.
Hasta setiembre de este año, el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) estimó que 7.133 personas viven en condición de calle en Costa Rica, y más de la mitad (51,07%) duermen —si acaso pueden— en San José.
En 2018, antes de la pandemia, eran 3.700 en todo el país y 2.500 en San José, según el IMAS. En los últimos siete años estos se duplicó a nivel nacional y creció 46% en la capital.
Las causas son las de siempre: adicciones, enfermedades mentales, pobreza, migración (de venezolanos y nicaragüenses debido a la crisis de sus países), abandono, falta de acceso a viviendas, fallas en programas asistenciales, desempleo y pobreza. Todas se agudizaron con la pandemia.
El 45% de los empleos en sectores como servicios y comercio se perdió, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), y el alquiler subió 20% en San José. Es una ciudad que ya ha vivido un éxodo de habitantes y negocios, un problema que ha provocado debate y para el que aún no camina ningún plan definitivo. El resultado era predecible: cientos de personas lanzadas a la calle, buscando refugio en edificios abandonados.
“Un problema humano”
La situación ha obligado a las autoridades a prestar atención. En marzo, el alcalde de San José, Diego Miranda, envió una carta al presidente Rodrigo Chaves para solicitar una respuesta coordinada ante el creciente número de personas en la calle.
“Es un problema humano, de salud pública, incluso de emergencia nacional”, escribió Miranda, quien hizo un llamado al presidente Chaves para discutir estrategias concretas.
La Municipalidad destina ¢2.108 millones anuales —más del 2% del presupuesto municipal—, pero el propio alcalde admitió que eso era insuficiente.

Seis meses después, en setiembre, la vicepresidenta de la República, Mary Munive, anunció un nuevo protocolo interinstitucional, coordinado por el 911, que uniría esfuerzos de la Cruz Roja, Fuerza Pública, Policía Municipal, IMAS, Patronato Nacional de la Infancia (PANI), Consejo Nacional de la Persona Adulta Mayor (Conapam) el Instituto sobre Alcoholismo y Farmacodependencia (IAFA) y otras entidades.
Dos meses después, los resultados todavía no se ven en las calles. Los cuerpos tirados en las aceras siguen en aumento.
Las causas parecen ser más estructurales que individuales. Miles de personas a la intemperie suelen reflejar a una sociedad que perdió la capacidad de sostener a los suyos. El síntoma de un sistema que dejó de incluir, de políticas que se quedaron cortas o de vínculos familiares rotos.
Cada rostro bajo un cartón, escasamente iluminado por las luces de la calle, puede estar mostrando la imagen más real del país.
El campamento en calle 8
Las manos atraviesan una valla. Una fila de hombres y mujeres se arremolina en la acera. Todos van sucios y hambrientos. Esperan que abran los portones para entrar al campamento donde pueden bañarse y recibir el desayuno. Hay manotazos, amenazas y gritos porque varios no quieren hacer la fila.
“¡Vea a ese hijueputa que se va metiendo!”, dice uno de ellos, y las ofensas siguen.
Es jueves 6 de noviembre, 8:30 a. m. Un sol que lo abraza todo. En la calle 8, parte de la zona roja, la oenegé Chepe se Baña monta tres veces por semana (jueves, viernes y sábado) este campamento donde brindan alimentos, duchas portátiles; ropa, cortes de pelo y atención médica y psicológica.

Afuera, el ambiente es espeso: golpean las vallas y el candado. Unos policías intervienen para que todos vuelvan a su lugar. Unos hombres reclaman que unas mujeres trans no quieren hacer la fila. Ellas alegan que ellos quieren golpearlas o abusarlas. Al parecer es cierto, porque el encargado del lugar abre el portón para que entren, mientras los hombres se ríen y les tiran besos para burlarse.
Quienes entran deben lavarse los pies, mostrar su cédula, dejar que un policía revise que no lleven armas. Luego entran al autobús con duchas. Ahí hay jabón, desodorante y, a veces, ropa limpia.
En otra furgoneta les dan un plato con pinto, pan y café. Bajo un toldo, se sientan en unas sillas plásticas y acomodan los platos en una mesa grande. Cerca hay trabajadores del IAFA por si alguno requiere atención por adicciones. Al fondo del lugar están los sanitarios y, a la par, trabajadoras sociales invitan a apuntarse para sacar una cita de atención psicológica o psiquiátrica. Hoy no llegó la peluquera que suele ofrecer cortes gratuitos.
“¡No hay desodorante!”, grita uno de ellos. De inmediato, un voluntario se mete al bus a buscarlo.
Esperan sentados, con el rostro apenas descansado, reseco. Algunos —la mayoría hombres (90%) y costarricenses (84%)— todavía tienen los ojos enrojecidos y el tufo de un cuerpo que, en lugar de sudor, parece despedir alcohol. Cabellos duros, barbas caóticas, cubiertos con ropa que no aguanta otra puesta. Varios tienen pequeñas heridas en los tobillos, en los antebrazos, en la cara. Los labios reventados por el tubo de crack.
“No está el desodorante, se lo robaron”, dice el voluntario. “¡Qué tontos! Se roban ellos mismos”, agrega el joven.
Un día antes, Mauricio Villalobos, fundador de Chepe se Baña, me dijo que entendía a la indiferencia de muchos hacia las personas de calle: “Son difíciles. Es muy duro”.
Villalobos confesó que “después de años de trauma, adicciones, enfermedades y violencia, pocos logran cambiar su vida. Lo que hacemos es acompañar y brindar oportunidades, nada más”.
Tres jóvenes terminan de comer. Uno de ellos está molesto porque el voluntario que repartía los platos de pinto no le dio otro. Mientras camina hacia la salida, le dice: “Te voy a agarrar en la calle”, y lo señala con el dedo.

“Todo llega”
En la acera de la Biblioteca Nacional, Marcelo Cocuesta encuentra espacio para pasar la noche. Ahí duerme cuando no alcanza en un albergue o prefiere evitar “la fiesta” de San José.
“En la calle todo te llega”, dice Marcelo, y agrega: “Usted no necesita plata para emborracharse ni para fumar marihuana y tabaco, alcohol... en la calle usted lo consigue rápido”.
Es la tarde del jueves 6 de noviembre. Marcelo tiene 47 años y asegura que es de Paraguay. Habla con acento extranjero. Dice que llegó a Costa Rica en setiembre del año pasado, huyendo de su familia. Afirma que habla inglés, portugués y alemán; que sabe reparar computadoras y que es abogado (no hay forma de comprobar todo lo que dice).
“Yo fumo marihuana y, cuando puedo, perico (cocaína), y tomo mucho alcohol”, dice Marcelo.
El IMAS estima que el 67% de la población de calle tiene alguna adicción, y el IAFA confirma que de siete de cada diez padecen dependencia severa.
No es un secreto que la droga circula con gran facilidad por Costa Rica. Según el reporte 2025 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), el país aparece entre las principales rutas marítimas y aéreas del tráfico de cocaína entre Sudamérica y Norteamérica.
Un informe de la Comisión Técnica Interinstitucional sobre Estadísticas de Convivencia y Seguridad Ciudadana (Comesco) reveló que Costa Rica es el segundo país con más incautaciones en Centroamérica, solo superado por Panamá. San José concentró casi la mitad (46%) de los eventos, principalmente vinculados al microtráfico.
El impacto de los grandes narcos se está reflejando en la piel de personas drogadas, que caminan como zombis por la capital.
De acuerdo con más de diez fuentes consultadas por Revista Dominical (RD) —entre ellas personas consumidoras, doctores y voluntarios que atienden el tema—, la mayor disponibilidad de drogas hace que los precios sean accesibles.
Una piedra de crack puede costar entre ¢500 y ¢600 ($1), mientras que la dosis de cocaína se encuentra entre ¢3.000 y ¢5.000 ($10). Y estas se están mezclando con metanfetaminas, tusi, ketamina y MDMA (éxtasis).

Marcelo lleva el cabello a ras en los costados y usa unas trenzas al centro. Luce eufórico, ojos saltones y brillosos. Hace unas horas se tomó los últimos tragos de una “pacha” de guaro fuerte, el que se consume en las calles.
–¿Y qué hace en todo el día? –le pregunto.
–Me rasco, ¿qué voy a hacer si no tengo permiso laboral? –responde.
Una organización le consiguió una cita (en abril de 2026) para tramitar la solicitud de refugio. “No puedo hacer nada hasta que tenga el permiso”, añade.
Para comer, Marcelo tiene identificadas a las organizaciones que regalan alimentos: Any & William, el dormitorio municipal, Chepe se Baña. Los sábados, por ejemplo, hay cinco lugares donde dan desayunos, entre ellos la Estación del Pacífico, y dos sacerdotes que brindan comida después de dar una prédica.
“Los domingos por la noche vienen a regalar hamburguesas”, dice. “Ahí uno se la busca, pero todo llega a tus manos”, agrega.
De acuerdo con las entrevistas, también identificaron otros centros de ayuda, como Casa Esperanza, Obras del Espíritu Santo, Casa Mint y la Clínica Ricardo Moreno Cañas.
En 2019, el actual alcalde de Santa Ana y exdiputado, Juan José Vargas Fallas, criticó este asistencialismo. “Hay indigentes que desayunan nueve veces o almuerzan doce veces al día. Los estamos engordando para que sigan consumiendo droga”, agregó en una nota de CRHoy.
Vargas contó que entregaron cobijas y chaquetas para el frío, pero al día siguiente las personas las vendían por ¢100 o ¢200.
Marcelo estira la camisa para mostrarme que es la única que tiene. Ayer le regaló la otra que tenía a un amigo que la necesitaba. “Así somos en la calle”, dice. “Nos quitamos la camisa por el otro, como dice la Biblia: ‘Dar es recibir’”.
No carga con nada más que sus palabras. Espera a que alguien le regale unos cartones y un saco para amortiguar la noche fría.
Scarlett y los 12 pasos
En un cuarto del campamento de calle 8 se reúne una decena de personas para recibir la charla de “Los 12 pasos” para superar adicciones. Dos hombres empiezan a gritar que es posible salir de las calles, dejar las drogas, trabajar, pero “hay que tener huevos”.
En el cuarto solo hay dos mujeres; el resto son varones. Quienes asisten a estas charlas tienen garantizado otro café y un trozo de pan. Quizás por eso siempre está lleno.
Un hombre de más de 80 años toma la palabra. Cuenta que, con la ayuda de Dios y verdaderas ganas, logró salir de las calles. De lo contrario —dice— lo habrían asesinado o él mismo se habría suicidado, como intentó hacerlo la vez que se lanzó al río Torres.
El señor, de piel rojiza y escaso cabello blanco, asegura que siempre hay algo importante que toca las fibras de los seres humanos. Para él fue su familia, y por eso cambió. “Así es”, “así es”, se escuchan algunas voces. Dos jóvenes cabecean mientras los ojos se les cierran involuntariamente. Cerca del mediodía es difícil sobreponerse al cansancio y al desvelo de una noche de drogas.
De pronto, una mujer habla en voz alta: “A mí me partió el alma cuando miré a mi hijo en una acera”, y señala a un muchacho que se estaba durmiendo en medio de la charla. “Por eso es que quiero seguir sin beber”, asegura.
Se llama Scarlett Berrocal, tiene 47 años y parece de 60. Cuenta que su vida ha sido un caos: su padre la abandonó y su madre, alcohólica, la crió desde los seis años en las calles de San José. Sus hermanos, sus tíos, todos con adicciones. La única figura que lo es todo para ella es su padrastro.
Tiene la tez blanca, cuerpo menudo, caminar pausado. Dice que por compartir agujas adquirió VIH, actualmente en fase 3. Hace unos meses la hospitalizaron por una infección pulmonar. “Vengo saliendo de esa, pellejeándola”, dice Scarlett,
Alquila un cuarto en un tugurio de La Merced por ¢1.000 (unos $2) al día, donde hay luz, pero no agua.
—¿cómo explica lo que ha vivido? —le pregunto.
—Es el karma por haber abandonado a mis cinco hijos por la droga —responde Scarlett—. Solo Dios sabe por qué pasan estas cosas, pero solo queda pedirle a Él. No hay de otra.
Scarlett se despide y alcanza a su hijo, quien la espera para ayudarle con la única bolsa que lleva. Ambos se pierden en el desorden de la calle 8.
Enfermedades: ETS, VIH y tuberculosis
Es lunes 10 de noviembre, 2:00 p. m. Kenari Obando Davis llega con una amiga a la clínica +Humanos, una iniciativa que brinda atención médica a personas en situación de calle en San José, ubicada cerca de Plaza Víquez. Hace tres días hablé con ella, mientras una doctora le desinfectaba los pies y le regalaba una crema contra los hongos.
Kenari cuenta que sus malestares comenzaron hace unas semanas, cuando unas amigas la llevaron cargada hasta el hospital San Juan de Dios porque no podía caminar por su cuenta. Tenía una celulitis —una infección en la piel— por la que estuvo hospitalizada cuatro días, a base de antibióticos.
Por eso todavía tiene los pies oscurecidos y, por la suciedad de las calles donde duerme, no logra curarlos. “Ya no aguanto estar en las calles”, dice Kenari.
—¿Por qué está en las calles? —le pregunto.
—Por mi familia. Me echaron de la casa cuando les dije que soy trans —responde.
La clínica +Humanos funciona con doctores voluntarios que rotan todos los días. Entre las atenciones más frecuentes están las curaciones por puñaladas o golpes, diarrea y gripe. Pero lo más alarmante son las enfermedades de transmisión sexual, incluyendo infecciones vaginales y VIH. Durante este reportaje se entrevistó a varias personas que reciben tratamiento antirretroviral.
Otros casos que han sorprendido a los doctores son los de tuberculosis, como confirmó la vicealcaldesa de San José, Yariela Quirós Álvarez. “Dentro de las transmisibles hemos detectado casos de tuberculosis, y esto ya genera un problema de salud pública por toda la complejidad”, dijo Quirós al medio Delfino.cr en marzo de este año.
Kenari salió de Limón hacia San José hace un tiempo. Su último trabajo formal fue en Pollo Granjero, hasta que hubo un recorte de personal y tuvo que irse a la calle. Confiaba en que sería por pocos días, porque tiene varias carreras técnicas: estilista, bartender, y atención a pacientes en cuidados paliativos.
“No conseguía trabajo, me frustraba y me refugiaba en las drogas”, dice Kenari. “La calle es adictiva y me envolvió todo este tiempo, pero ya no quiero eso en mi vida”, asegura.
En las calles conoció a El Lobo, un hombre de pelo largo, tatuado, con un ojo café y otro azul. “Igualito a un lobo”, dice Kenari, riéndose.
La relación inició como suelen ser todas: El Lobo le regalaba bisuterías, aretes, atenciones; compartían alimentos. Pero todo lo que sube tiene que bajar, y las cosas cambiaron pronto, exactamente el domingo 2 de noviembre.
Kenari dormía con otra amiga en unas bancas cuando El Lobo llegó a despertarla. Le pidió que le comprara crack, y ella accedió. Regresó con la droga y se la entregó. “No sé qué pasó cuando empezó a meterse esa droga, que nos comenzó a golpear a mi amiga y a mí”, cuenta Kenari, quien se defendió, y por eso El Lobo le dijo que la iba a atravesar con un fierro.
—¿Todavía la anda buscando?
—Lo último que me mandó a decir es que ‘el amor lo puede todo’ y que quiere que volvamos —responde Kenari, con otra sonrisa que deja al descubierto su impecable dentadura blanca—. Pero yo no le haré caso; ahora que se aguante.
Salir de la calle
Tiene los ojos verdes intensos, la nariz pronunciada y el cabello castaño y ondulado. Es pequeña, de complexión media. Habla claro, coherente, mirando siempre a los ojos. Sonríe poco, apenas llora, pero habla mucho. Ana García cuenta su vida y uno puede sorprenderse de lo que ha vivido en 45 años:
“De pequeña me crié con mi mamá y mi hermana menor. Mi papá no vivía con nosotras, pero una vez llegó a la casa y me faltó el respeto. Yo era pequeñita, ni siquiera tenía edad para ir a la escuela, y me asusté, porque yo quería bastante a mi papá, y eso fue una lesión muy dura. Eso me marcó, porque después un primo de mi mamá empezó a abusar de mí sexualmente hasta los 10 años”.
Es viernes 7 de noviembre, por la tarde. Ana está en la escuela de arte Héroes, en San José, donde ofrecen clases de oficios —costura, computación, enfermería, inglés— y de arte —pintura, música, percusión— a personas en situación de calle. Ana continúa con su historia:
“El abuso me afectó, porque de pequeña no hablaba con ningún compañerito. A veces ponía respuestas incoherentes en los exámenes. Yo no sabía qué me pasaba ni podía pedir ayuda a mi mamá, porque llegaba estresada y me golpeaba mucho. Entonces, cuando tenía como ocho años, tuve un instinto de matarme: agarré un cuchillo y me lo iba a incrustar en el estómago. No sé cómo terminó eso, porque la mente como que se me anestesió y no recuerdo más”.
Le gustaba pasar más tiempo con sus amigos del barrio que en su casa. Ellos también le contaban historias similares a la suya, y por eso sentía que encajaba:
“Como a los 15 años empecé a fumar marihuana y a tomar guaro. A los 16 consumí crack. A los 18 era muy agresiva, y mi mamá me echó de la casa. Me fui a vivir con mi mejor amigo, quien se convirtió en el padre de mis tres hijos. Cuando tenía como 28 años, el PANI llegó a mi casa porque mi pareja abusaba de mi hija mayor, o sea, de la niña de los dos”.
Ana sintió que el ciclo se repetía con su hija y su mundo se derrumbó otra vez. Esa situación la empujó de nuevo a las drogas, dice. Sus hijos quedaron bajo la custodia de su madre, y a ella solo le quedaron las calles y el consumo:
“Yo no sabía cómo salir de la calle, cómo conseguir dinero si no era por medio de sexo. Y el dinero que conseguía era para el consumo, no para comer. En la calle sufrí un secuestro, abusos sexuales, y me perforaron un pulmón porque me puse a vender drogas”.
A los 38 años, Ana llevaba una década en las calles. Recuerda que un día estaba en un lote baldío, parecido a un paisaje lunar. Sentía mucha ansiedad por consumir drogas. Dice que no le quedó de otra que ponerse de rodillas, con las manos juntas y sucias, y pedirle a Dios que la sacara de ahí:
“Después de ese día, se me empezó a quitar la ansiedad poco a poco. Empecé a guardar dinero y, en tres meses, me fui a alquilar un cuarto. Me regalaron ropa y comencé a asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos. Luego fui a una iglesia, y ahí fue Dios quien me ayudó a sanar”.
En la escuela Héroes y en Casa Esperanza, otra organización, Ana ha sacado cursos de costura, masaje terapéutico y teatro. También asiste a Casa Mint para terapias psicológicas. Actualmente vive en Coronado, en la casa de un señor al que ayuda con el trabajo del hogar, a cambio de techo y comida. Para generar ingresos, vende tamales y hace remiendos de ropa.
La historia de Ana es también la de Reynaldo Thompson (68 años), doña Rosa Hernández (80) y Yadollah Vargas (39): todos llegan casi a diario a la escuela Héroes para salir de las calles un rato, hacer algo distinto, distraer la mente, aunque por la noche regresen al mismo lugar de siempre.
El reciclador
Renato lleva un saco para reciclar todo a su paso: bronce, cobre, aluminio y acero. Suele caminar por el Parque Nacional, Plaza Víquez, Los Yoses, San Pedro y Curridabat. Dice que genera unos ¢3.000 al día, que usa para comprar pan, pasta dental o lo que necesite.
Duerme en las calles y se alimenta en los centros de ayuda. Lleva en esta situación un año y tres meses, desde que perdió su casa y su trabajo por deudas y otras circunstancias de las que no quiere ahondar
“Yo soy huérfano y nunca tuve familia, ni esposa ni hijos”, dice Renato, de 57 años, con una camisa de manga larga amarilla y arrugada.
Enseña en la espalda una roncha causada por una infección de estafilococos que le provoca dolor y fiebre desde hace una semana. Últimamente se la curan en la clínica +Humanos, pero se le complica por la suciedad de las calles.
“Las autoridades no han tomado la seriedad que amerita este tema, porque los mismos indigentes podemos provocar un problema de salud pública”, dice Renato. “Muchos no buscan lugares limpios para dormir, y usted los ve acostados en la basura, en lugares sucios, con las ratas encima”, agrega.
Cuando se le pregunta cómo resolvería este problema, Renato propone crear un sistema en el que estas personas trabajen a cambio de un dormitorio y alimentos, y “quitarles parte del dinero para que no se lo consuman en drogas”.

Para Renato es paradójico, porque en las calles —dice— es donde se ha sentido más cerca de las religiones, donde más le hablan de Dios.
—¿Qué es Dios para usted?
—Todo, pa’; por eso dicen que es omnipresente —responde, y agrega:— El budismo enseña que toda creación de Dios tiene un alma, y todos somos hermanos. Yo no comía carne, pero comencé a comer cuando descubrí que las plantas también sienten, lloran, se comunican por el peligro, toman decisiones, tienen inteligencia.
Renato dice que, al igual que los animales, las plantas son asesinadas cuando las arrancan para comerlas. “Hay un montón de hermanos —animales y plantas— sacrificándose para que nosotros sobrevivamos. Así de duro y de santo debe ser el alimento”, apunta. “Entonces, cuando uno entiende eso, entiende lo que es estar vivo y ser feliz: lo único importante que Dios nos da es la vida”, añade.
Esa es la razón por la que Renato dice que se despierta feliz todos los días. Se levanta del cartón, bajo la lluvia o el frío, para intentarlo una vez más.
