Era esa hora incierta, cuando no se distingue si se regresa del sueño o se comienza a habitarlo. Las cortinas se mecían, se sacudían los papeles aplastados por una taza de café, mientras la hojarasca se alzaba hacia la luna antes de posarse sobre el zinc.
Del aire denso, gris, emergían sombras que las pestañas convirtieron en siluetas. Quise abrirme paso entre las sábanas, pero fracasó el hombro izquierdo, luego el derecho. Más que la pereza, era una masa espesa que me impedía girar.
Desde la esquina más distante, de espaldas a la ventana, una lechuza campanaria me vigilaba. No alzó vuelo; avanzó por los muros y traspasó cuantos cuadros, cables y adornos se topó, para que sus perlas negras guiaran la procesión por encima de las cobijas.
Habría querido escudarme con los brazos, pero se tornaron hielo. El ave, como si hubiese adoptado el ritmo de una tortuga, hundió sus uñas y rasgó, hilo por el hilo, el edredón. Clavó su mirada, paralela a la mía. Era el hambre de un depredador.

Descendió lo suficiente para que su aliento rozara mis cachetes. Ahora eran mis párpados los que no obedecían; se negaban a cerrarse para evadir la realidad. La frente ya estaba lista para brotar su armamento de sudor cuando una ráfaga irrumpió. No eran plumas lo que volaban, sino grumos cafés.
Comenzaron como polvo y mutaron en partículas más densas, oscuras, semejantes a arena húmeda o tierra recién removida. Era una lluvia invertida: ascendían, no caían. Se disparaban hacia mí en la búsqueda por los poros donde colarse.
Golpeaban mis manos, mis muslos, mi rostro. Cada proyectil me recubría. Al contacto con la piel, la tierra parecía multiplicarse, expandirse, adherirse. A las momias las envuelven en vendas. A mí, en lodo. Lodo que se hacía costra, prisión, inmovilizante sin cadenas.
Los brazos, aún petrificados, delegaron la responsabilidad a la garganta. Gritar era el único recurso. Alguien, en algún lugar, podría responder. Una salvación, al fin.
La respiración se volvió traicionera: no salió ni un ronquido. Cada bocanada solidificada el barro cuando apareció, de pie, en un rincón de la habitación. Delgada, con barbilla estirada y vencida. Una figura, con cabello largo, oscuro y lacio, fundido en una sotana sin mayor textura.

Observaba al ave, sostenida en la tierra, sin inmutarse. Tampoco se notaba dispuesta a intervenir. El lodo seguía creciendo. Ya no era una capa, era un pantano, y yo me hundía.
La nuca, la espalda baja y las corvas, en secuencia. Mi cuerpo descendía, absorbido por la cama, convertida en terreno movedizo. Busqué un punto fijo, alguna forma de amparo, y avisté las vigas.
Donde estaban las uniones de madera y cielo raso, comenzaron a abrirse hendiduras. Agujeros orgánicos, vivos. Y de ellos, criaturas. Lombrices, en decenas. Se retorcían y goteaban del cielo.
Estaban por tocarme, cuando el alboroto de mi respiración me despertó. El barro, eran las cobijas. El ave, un peluche. La sombra, los bolsos colgados en un perchero. Todo se disipó, menos la hiperventilación. ¿Qué me pasó esa noche?

Noches en vela, intrigas que rodean la mente y pesan la mañana siguiente. Trastornos de sueño hay de todo tipo, y entre ellos la parálisis. Como cualquier parasomnia, se trata de episodios adversos o conductas inadecuadas durante el sueño.
La parálisis onírica puede manifestarse al inicio del sueño (hipnagógica) o al momento de despertar (hipnopómpica). Se produce durante la fase REM (siglas en inglés de “rapid eye movement”), la etapa que inicia aproximadamente 100 minutos después de conciliar el sueño, cuando el cuerpo permanece inmóvil.
En condiciones normales, si ocurre algún movimiento durante esa fase, la persona simplemente se despierta. Sin embargo, el cuerpo tarda unos segundos o minutos en recuperar el tono muscular necesario para salir del sueño. Allí entra en juego la parálisis.
La mente está despierta, pero el cuerpo no responde. No es posible hablar, levantar la cabeza ni mover los brazos. La sensación es la de estar atrapado dentro de un cuerpo inerte. A menudo, se acompaña de alucinaciones visuales, auditivas o táctiles.
Quienes atraviesan este fenómeno suelen sentirse transportados a espacios ajenos a su dormitorio, con sensación de angustia por la impresión de no poder respirar ni liberarse. También es frecuente la percepción de presencias sombrías o figuras fantasmagóricas junto a la cama.
No obstante, según la doctora Lilliana Estrada Chaverri —una de las cuatro especialistas colegiadas en sueño que hay en Costa Rica—, este tipo de parálisis, en la mayoría de los casos, es esporádico y no representa un riesgo para la salud, más allá del temor que provoca.
“El rango que se presenta en la población es bastante amplio, desde un 7% a un 40%, dependiendo de los países y poblaciones. Es decir, siete de cada 100 habitantes lo experimentan”, explicó Estrada.
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Salir de la parasomnia
La parálisis del sueño puede presentarse en distintos momentos de la vida, pero suele aparecer con mayor frecuencia entre los 14 y 17 años, y alcanza su mayor incidencia entre los 30 y 40.
Además de los pacientes con narcolepsia —para quienes es uno de los síntomas de esa afección—, la experimentan personas con restricción o deuda de sueño.
Factores como la depresión, el estrés, el consumo de alcohol, el uso de fármacos para conciliar el sueño —entre ellos las benzodiazepinas— e incluso dormir boca arriba influyen en la aparición de la parálisis. Sin embargo, su frecuencia es diversa: hay quienes la experimentan de forma ocasional, mientras otros conviven con ella cada semana.
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De acuerdo con la doctora, para evitar que la parálisis del sueño se convierta en una constante, es primordial tener un descanso adecuado, tanto en calidad como en cantidad de horas. Evidentemente, también moderar el consumo de alcohol.
Y si los episodios se repiten, hay estrategias que pueden ayudar a enfrentarlos. Cuando el paciente duerme acompañado, basta con que la persona al lado lo toque para interrumpir el episodio. En cambio, si duerme sola, debe recordar que la parálisis siempre termina, aunque en el instante parezca interminable.
Para romperla, existen mecanismos físicos: intentar mover los ojos, de izquierda a derecha, incluso con los párpados cerrados. O bien, concentrarse en mover el dedo pulgar del pie. Un gesto mínimo, ocular o muscular, puede bastar para finalizar la angustia.
Hubiese querido conocer aquellos consejos, pues en los días siguientes empecé a evitar dormir boca arriba. No fue un sueño, ni una pesadilla, fue eso que ocurre cuando se está atrapado y despierto. Parálisis del sueño.
“En México dicen ‘siento que se me subió el muerto’ y precisamente es porque sienten una opresión que no los deja moverse, es una presión más fuerte que ellos (...). Hay personas que el nivel de alucinaciones es tan severo, que les da miedo dormir”.
— Dra. Lilliana Estrada