La vida, tal como se nos presenta día tras día, a menudo se siente como una sucesión de momentos que se nos escurren rápidamente entre las manos. Nos levantamos cada mañana, enfrentamos nuestras responsabilidades, cumplimos con nuestras obligaciones y, al final del día, a pesar de los logros y las metas alcanzadas, sentimos como que algo nos hace falta. Este vacío nace, muchas veces, de la necesidad humana de encontrar un propósito más allá de las actividades cotidianas.
Una respuesta poderosa a esa búsqueda de sentido se encuentra en el servicio al prójimo. Cuando dedicamos nuestro tiempo y esfuerzo a ayudar a quienes más lo necesitan –las personas adultas mayores, los enfermos, los más pobres, quienes viven en la calle o carecen del apoyo de una familia–, no solo contribuimos a construir una sociedad más humana, justa y solidaria, sino que también experimentamos una transformación interior que nos llena de auténtica felicidad.
Este tipo de entrega nos recuerda que el bien que hacemos no nace solo de nuestra voluntad individual, sino que es producto de una fuerza superior que nos impulsa a actuar, que toca corazones y transforma vidas. Al reconocerlo, crece en nosotros la humildad y comprendemos que somos parte de algo más grande, que nuestras acciones reflejan un amor que trasciende lo personal y empata con lo divino.
La vida de servicio tiene una belleza única. No es el servicio que busca reconocimiento ni recompensa material, sino el que se da sin esperar nada a cambio. Es un servicio alineado con los valores más altos del ser humano –la compasión, la justicia, la generosidad, la solidaridad, la empatía– y que trae consigo una alegría profunda y duradera, muy distinta de los placeres temporales que el mundo ofrece.
Cuando ayudamos a otros, cuando tendemos una mano al que sufre, estamos siguiendo el ejemplo de Jesús, quien dedicó su existencia a sanar, consolar y levantar a los más necesitados. En cada gesto de bondad, en cada acción de amor, se manifiesta lo mejor de nuestra humanidad y, para quienes creen, también la presencia de lo divino en nosotros. Realizamos estos actos como si se los estuviéramos haciendo directamente a Jesucristo.
Cada día es una nueva oportunidad para ayudar, para brindar consuelo, para realizar un acto de generosidad. No necesitamos grandes gestos; por lo general, las pequeñas acciones son las que más transforman. Escuchar a alguien que atraviesa una dificultad, acompañar a un vecino en su soledad, compartir algo con quien menos tiene: estos actos cotidianos, sumados, enriquecen tanto al que da como al que recibe.
La clave está en la constancia. No se trata de ayudar una sola vez, o una vez perdida, sino de hacer del servicio un estilo de vida. Al vivir así, descubrimos que nuestra existencia adquiere un propósito más profundo. La satisfacción que surge de hacer el bien no es pasajera; por el contrario, es una fuente constante e inagotable de alegría y paz. A medida que nos entregamos al servicio de los demás, nuestra propia vida se vuelve más plena y llena de sentido.
Es en ese compromiso diario donde encontramos el verdadero sentido de la vida. Servir al prójimo no solo nos hace mejores personas: también, para quienes creemos, nos acerca al corazón de Dios, fuente de todo amor y bondad.
Como dijo la madre Teresa de Calcuta: “Quien no vive para servir no sirve para vivir”. Al vivir para servir, descubrimos el propósito que llevamos en lo más profundo del corazón. Y al hacerlo, comprendemos que la vida, en su esencia más pura, es una oportunidad constante de amar, de dar y de ser instrumentos de bondad. El verdadero significado de la vida no se encuentra en lo que acumulamos, sino en lo que damos. Y en ese dar hallamos la plenitud de lo que fuimos llamados a ser.
Y como si todo lo anterior fuera poco, con esta forma de pensar y de actuar colaboramos directamente en la construcción de un mundo mejor. Nos convertimos en protagonistas del cambio que tanto necesita el mundo. Porque cada gesto de generosidad, cada acto de servicio es un granito de arena que suma. Y cuando muchos se deciden a sumar, el mundo, aunque sea lentamente, empieza a sanar.
María del Carmen Rojas Rojas es periodista.
