La aprobación del reglamento contra el hostigamiento sexual en la Asamblea Legislativa es una noticia que genera esperanza y desazón al mismo tiempo.
Por un lado, contamos al fin con una norma esperada por largo tiempo, pero también provoca frustración porque la máxima reprimenda es un llamado de atención al estilo «niño malo, eso no se hace», sin mayor consecuencia.
Aún más, como me dedico a formar a las personas sobre lo que es la ética y para qué sirve, que a estas pseudosanciones se les denomine «amonestaciones éticas», me desmoraliza, es decir, me han quitado la moral.
No puedo atribuir el error a los diputados, pues es un vicio arrastrado desde la promulgación de la Ley contra el hostigamiento o acoso sexual en el empleo y la docencia, bautizada erróneamente de esa forma.
La verdad, no existen las amonestaciones éticas. Es un sinsentido colocar juntas ambas palabras; es como decir «educar a gritos» o «prevenir luego del desastre».
La ética no se utiliza para castigar, reprender o amonestar a nadie, sino para educar, para saber dirigir la vida, para aprender a tomar decisiones razonadas y razonables, que tanto nos hace falta. Al decir que son amonestaciones éticas, hace creer que la ética no sirve para nada, cuando la verdad es que la están poniendo en el lugar equivocado.
Lo que aprobaron los diputados son «amonestaciones públicas», y punto, casi como decir llamadas de atención simbólicas, porque no hay más consecuencia que esa.
Cierto es que los diputados están protegidos por la inmunidad que les otorga la Constitución, y no podíamos esperar que el reglamento dispusiera sanciones disciplinarias, por más que quisiéramos, pero bien pudieron haber explorado la posibilidad de que, además de la amonestación, la comisión investigadora hiciera una solicitud formal a la renunciar (ya sea al fuero o al puesto, según el caso), pues eso sí ejercería una presión difícil de ignorar o de olvidar por la ciudadanía, si es que no acoge la solicitud.
Pero quiero también reconocer el mérito de esta norma. Queríamos grandes reflectores que impidieran el hostigamiento en la Asamblea Legislativa, y este reglamento, sin posibilidad de sanciones concretas, pero sí de dejar claro que el hostigamiento es incorrecto, no es un reflector, mas sí una vela y, créanme, cuando hay oscuridad absoluta, la vela es una fuente de luz considerable.
El reglamento no contiene sanciones disciplinarias; sin embargo, el solo hecho de que los demás diputados señalen que el comportamiento de un colega es inaceptable tiene un peso enorme que no debemos desconocer ni dejar pasar inadvertido aun ante la indolencia de una persona que siga ocupando su curul después de semejante señalamiento.
Falta nada más que la aplicación práctica del reglamento no nos quede debiendo, que las investigaciones, cuando procedan, sean llevadas de buena forma y siguiendo el debido proceso.
Y, si fuera el caso de que algún diputado llegue a leer mis palabras y está en su poder proponer que se elimine la palabra ética tanto de la ley como del reglamento, para que se lea «amonestación pública», obtendrá mi gratitud eterna y también la de la ética.
El autor es psicólogo.