En un ensayo particularmente original, Mario Vargas Llosa se refiere a un fenómeno social actual al que llama “la civilización del espectáculo”.
En resumen: las generaciones de hogaño, exponentes del consumismo a todo dar, se aburren. Ya, por lo visto, pasaron los tiempos en que los individuos eran capaces de entretenerse y divertirse, solos o en familia, en sus casas.
En efecto, abuelos y otros parientes convivían en su núcleo familiar: se leía mucho, no había televisión, si acaso radio, y los mayores contaban historias de viva voz, o las leían.
En tanto, los niños narraban sus experiencias escolares, o recitaban, o representaban algún pequeño texto dramático o cómico con gran regocijo general.
Ahora no: ya no hay abuelos ni tíos en el círculo familiar; la mayoría de los jóvenes y adultos ni leen, ni conversan, y carecen de originalidad e iniciativa: todo su mundo conceptual gira alrededor de la televisión y sus mensajes adocenados.
Resultado: se aburren en casa y, para su entretenimiento, dependen de otros (tan aburridos como ellos) que montan espectáculos públicos de bajo nivel cultural, cuyo común denominador es el mal gusto y el ruido ensordecedor, al que nadie, en kilómetros a la redonda, puede sustraerse.
Mi experiencia personal es la de muchos: vivo en Guachipelín de Escazú, al otro lado del cañón del Tiribí. Del lado de Belén, hay un amplio espacio abierto donde se organizan los fines de semana espectáculos vespertinos y nocturnos, con asistencias masivas.
El altísimo volumen de algo que hacen pasar como música y las voces estridentes de los animadores forman un escándalo insoportable, por lejos que se viva.
La ley, que se supone debe limitar el volumen y el tiempo de tales negocios, no se aplica. Dos municipalidades están implicadas en este deschave: Belén y Escazú.
Ambas con muy altos índices de desarrollo humano y sendos departamentos legales y ambientales para aplicar sus leyes; con muy elevados ingresos pecuniarios gracias a sus desorbitados impuestos; y con alcaldes, munícipes y funcionarios administrativos muy generosamente pagados…
¿Cómo es que dan estos permisos, verdaderos cheques en blanco, con los que no se les controla debidamente ni la duración del acto (se pasan muchísimo del tiempo), ni el volumen de voz de los animadores y de los instrumentos, entre los que predominan los de percusión brutal?
Hay un artículo constitucional (el 50) que nos garantiza a los ciudadanos “el derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado”.
Pasar la tarde y la noche en zozobra y en vela, así como estar todo el día siguiente de malhumor por un burumbún que ha invadido abusivamente nuestra intimidad, ¿cómo empata eso con tan merecido derecho?
Estoy a la orden de cualquier ciudadano que, como la valiente señora herediana que puso en su lugar a su municipalidad por incumplimiento de protección a su derecho al reposo nocturno, crea que ya es hora de hacer lo mismo.
Pero conjuntamente, presencialmente, ante tan flagrante omisión a sus deberes, que es la única razón de ser de su existencia como partes del Estado.
El autor es profesor pensionado universitario y ensayista sobre temas culturales.