
Me pasó por atarantado. Había bruma; hacía frío; estaba en Cartago. Participaba en una transmisión de radio y, al finalizar mi trabajo, decidí aprovechar que estaba en la plaza, frente a la basílica de la Virgen de los Ángeles, para ir a visitar a la Negrita.
En ese instante no había muchos peregrinos. Vallas de distintas empresas formaban callejones de lata que marcaban rutas de acceso y yo me apresuré a tomar una de ellas. De pronto, me vi frente a la puerta principal y reparé en un rótulo que decía: “Por esta puerta solo se entra de rodillas”.
Me iba a devolver para tomar otro callejón de vallas, pero era tal el laberinto que me dio pereza. Entonces, me dije: “Mi mamá hubiera entrado a la basílica de rodillas, pero por la edad ya no puede hacerlo. ¡¿Qué tan difícil puede ser?! ¡Yo lo hago por ella!”.
Dejé de lado mi convicción de que a Dios no hay que pagarle con dolor y sacrificios el amor que Él gustoso nos da, y me puse en los zapatos –o, más bien, en las rodillas– de mi madre, como embajador de sus rezos. ¡¿Para qué lo hice?!
Tras los primeros tres avances a punta de rodilla, sentí el peso de las birras que me tenían gordito. Empecé a calcular la distancia hasta el altar y no bajaba de 30 rodillazos más. Calculé que a la mitad del pasillo, de fijo perdería los meniscos.
Miré con el rabillo del ojo y me percaté de que atrás de mí venía una señora con el hábito del Carmen y una larga trenza canosa; la seguían de cerca un adulto mayor de piel curtida y manos anchas y callosas, como de agricultor de Vara Blanca, y una joven delgada, con el pelo amarrado en una cola, espinillas en la cara y una camiseta de pastoral juvenil.
Ya no me podía dar por menos. Si ellos podían, ¿por qué yo no? Además, se acercaba por un costado una cámara de tele. Si me levantaba, hubiera sido la nota en vivo del momento: “el jaibo que no aguantó”, “la fe se quebranta al final” ¡No! El honor de la Calle Ancha de Alajuela estaba en juego. ¡Vamos por otro rodillazo!
¡Ay, Dios mío! Sentí como un chuzo de hielo que me subía hasta el muslo. Empecé a acomodar el pie para ensayar distintas maneras de avanzar, pero tuve que hacer una pausa. Lo peor es que la señora del hábito del Carmen ya empezaba a rebasarme. Lo hacía con una facilidad pasmosa, como si entrenara. Intenté dar rodillazos más largos para no dejar que me pasara, pero en eso la muchacha de la pastoral juvenil nos rebasó a los dos y se adelantó como cuatro metros.
Bueno, “al menos ya no tendrán que verme y sorprenderse con mi poca habilidad romera”, pensé, sin percatarme de que cada uno, en realidad, iba en sus promesas, rezos y asuntos, sin tiempo para ver quién estaba alrededor. Pero sentí enseguida la mirada del hombre de las manos callosas; parecía que dos rodillazos de él eran seis míos. Sus ojos me decían, según yo: “Cochinada de hombre. Ya no los hacen como en mi tiempo. Falta de machete y pala”.
Me rebasó. Y yo sentía que el pasillo, en vez de hacerse más corto, se alargaba más y más. En un momento, alcé los ojos a la Negrita, como suplicando fuerzas, pero no se inmutó. Estaba allí, quieta, como de piedra; allá arriba, diciendo: “¡Vos podés, seguí!“.
No sé cómo hice, pero llegué. En el camino, pasaron junto a mí y me dejaron perdido medio Pérez Zeledón, 100 tibaseños, 93 puntarenenses, cuatro liberianos, 86 limonenses… Parecía un desfile de Estadística y Censos. Pero yo, a mi ritmo, finalmente llegué.
Muy cerca del altar, un muchacho de chaleco verde me ayudó a levantarme. Entonces, miré el pasillo recorrido. Estaba lleno de gente: papás con bebés, señoras que avanzaban sostenidas por sus hijos, parejas de novios, traileros, doctores… Como una foto de la variedad que somos, pero de rodillas y en silencio.
Me quedé un rato en silencio. A mi lado había una mamá rezando y llorando. A todas luces, pedía una esperanza. De pronto, me quebré; sentí unas ganas fuertes de soltar el moco. Lloraba con ella. ¿Qué me estaba pasando? Entonces me acordé. Yo había decidido ir de rodillas para ser embajador de los rezos de mi madre. Seguro por eso me conmoví. Seguro por eso saqué fuerzas de no sé dónde hasta llegar, finalmente, a los pies de la Negrita.
Rodolfo González Ulloa es docente en la Universidad Técnica Nacional (UTN) y en la Universidad de Costa Rica (UCR). Es periodista, narrador oral y escritor.