
No me gustan los carros. Los considero totalmente inseguros, además de costosos. Me desagrada también el falso estatus social que representan estos bienes en una sociedad como la nuestra.
Amo mi país, pero envidio las ciudades que cuentan con otras opciones para movilizarse, por medio de transportes colectivos eficientes, modernos y seguros. Pero este no es el principal tema que quiero exponer hoy.
Costa Rica ostenta una de las densidades vehiculares más altas de América Latina. Consecuentemente, existe también una cantidad preocupante de créditos prendarios sobre estos vehículos circulantes. Esto podría llegar a considerarse como algo positivo al facilitar a la población en general la accesibilidad para poder disfrutar de un vehículo. Pero, sobre todo, ha significado un importante beneficio económico para las instituciones financieras acreedoras, que han venido explotando comercialmente esta clase de créditos.
Ahora bien, el problema aquí es que la figura de la prenda como garantía antecede por varios siglos a la existencia de los vehículos. Y no fue creada particularmente para poder vender vehículos a cuotas. Su origen se remonta al Derecho Romano, lo que significa que también es anterior a la creación de instituciones financieras y bancarias. La prenda es un derecho real de garantía que se constituye sobre un bien mueble para asegurar el cumplimiento de una obligación. Los romanos crearon esta figura del derecho real esencialmente para permitirle al acreedor retener el bien dado en garantía hasta que el deudor cumpliera con su compromiso.
Muy diferente al uso cotidiano, la prenda funcionaba más como lo que hoy entenderíamos como “empeñar” una cosa. El acreedor custodiaba el objeto hasta que la deuda fuera saldada. Cumplida la deuda, devuelto el objeto. En aquel entonces, el deudor normalmente tenía demostrada su capacidad de pago, y la prenda era un instrumento accesorio que ofrecía seguridad adicional al acreedor ante algún evento imprevisto o extraordinario. En ese sentido, entendemos que las garantías sirven para disminuir riesgos.
Volviendo a la actualidad, las entidades financieras cada día ofrecen más y mejores condiciones para la compra de estos vehículos: cuotas más bajas, plazos más extensos. Esto permite a la población acceder a vehículos cada vez más lujosos, más nuevos, con un mayor estatus y sentido de éxito. Ahora bien, ¿quién asume el riesgo? ¿Tienen la mayoría de estas personas capacidad real de pago sobre el bien que disfrutan? Yo creo que no. ¿Cuál es la garantía real sobre estos vehículos? De nuevo, ¿quién asume el riesgo?
¿Qué pasaría si esos cientos de miles de deudores, de forma masiva, dejan de cumplir con sus obligaciones y, ante la falta de pago de sus cuotas, los bancos tuvieran que retener esos cientos de miles de vehículos? ¿Colapsarían los bancos y la economía del país? ¿Se parece esta circunstancia a la crisis hipotecaria de EE. UU. en 2008? ¿Significa que en nuestro país actualmente existe algo similar a una burbuja prendaria?
Una nueva pandemia, una guerra mundial, un aumento exponencial en el precio del barril de petróleo, una innovación tecnológica en el transporte o cualquier circunstancia macroeconómica, podría generar esta situación y un potencial colapso de nuestra economía. ¿Cuán expuestos estamos? Y, tal vez lo más importante: ¿están los bancos anticipando este riesgo? ¿O solamente están concentrados en la explotación comercial de estas figuras mutadas para su conveniencia, sin tener la capacidad de asumir el riesgo? Con su cegada ambición por hacer más y más dinero, parecieran estarnos arrinconando hacia el abismo de una fatal crisis
Por ahora, todos contentos: la gente sigue comprando y comprando carros cada vez más modernos, lujosos y bonitos, y los bancos siguen sacando su jugoso provecho. ¡Que viva el consumo! ¡Que vivan las presas! ¡Que viva la fiesta! Yo, por mi lado, cruzando los dedos… porque si la música se detiene de repente y se termina la fiesta, ¿quién pagará los platos rotos?
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Alberto Yglesias Vicente es abogado.