
“¡Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal!”, rezaban las abuelas, cada vez más fuerte, mientras abrían los brazos en cruz y el temblor sacudía la casa como si fueran de cartón sus paredes. Traqueaban las vigas, las tejas sonaban como marimba y hasta la ceniza de erupciones viejas –de volcanes ya apagados– caía desde el techo hasta los muebles, colándose por hendijas y rincones.
Los temblores en Costa Rica están ligados a creencias centenarias que echan mano del más allá para prevenirlos o conjurarlos: procesiones, oraciones y hasta lectura de las formas en las nubes o mediciones del nivel del bochorno, forman parte del repertorio con el que abuelas y abuelos han intentado predecir o defenderse de las sacudidas a lo largo de los siglos. Ellos sabían que hasta el más valiente se pone pálido cuando se le mueve el piso.
Hace 100 años aún existía la costumbre de bautizar los temblores como si fueran chiquillos recién nacidos, para recordarlos según el día del santo en el que vinieron al mundo. El terremoto de Cartago de 1910 era conocido como el de santa Mónica y tuvo consecuencias nefastas para la ciudad. Sin embargo, no fue la primera vez que la Vieja Metrópoli vio caer sus edificaciones por un sismo: sucedió también en 1822, con el terremoto de san Estanislao, y en 1841, con el de san Antolín, por mencionar solo los que más impactaron a los cartagineses en el siglo XIX.
Mala prensa para los santos que, en vez de recordárseles por detener desgracias, se les invoque para nombrar tragedias. Quizá por eso, en el siglo XX, la secularización de las costumbres se fue imponiendo, aunque se siguió echando mano de recursos trascendentes para afrontar movimientos telúricos.
El famoso terremoto de Alajuela, en 1990, ya no tuvo nombre de santo, sino que hasta la fecha es conocido como el del “22 de diciembre”. Así lo puso en blanco y negro, no sin cierto humor ácido, la valla de un parqueo alajuelense en el sitio mismo donde hubo una edificación que cayó a raíz de la sacudida.
En materia de nombres de sismos, los santos dieron paso a fechas y lugares: terremoto de Puriscal, terremoto de Limón…
El socollón de 7,4 grados en Golfito, sin embargo, tuvo aún su vínculo nominal con lo sacro por haber sucedido un Sábado Santo: el 2 de abril de 1983. Mucha gente lo recuerda porque ocurrió mientras emitía por canal 7 la serie Chips, sobre dos tráficos que hacían multas y perseguían villanos en California, sin despeinarse ni perder la sonrisa.
Yo, en cambio, lo recuerdo por haber perdido la inocencia de la infancia. Sí, ese día, mis padres y hermanas estábamos en la Vigilia Pascual en la iglesia del Carmen de Alajuela. Yo estaba distraído en algún pensamiento de infancia cuando de pronto la gente empezó a murmurar como en película apocalíptica, y luego a gritar mientras corría hacia la puerta.
Vi las paredes del templo y contemplé con horror cómo se formaban sobre ellas hilos de tierra oscura, como si un monstruo invisible hiciera surcos con potentes garras. Entonces, intenté correr, pero mi madre me agarró de la camisa y me colocó en el centro de un círculo de abrazo, como una cúpula protectora formada por ella, mi papá y mis hermanas.
“Los papás saben qué es lo mejor para uno. Aquí estoy seguro y protegido” –me tranquilicé–, hasta que oí la voz de mi madre sentenciar:
–Si vamos a morir hoy, mejor que lo hagamos todos juntos.
¡Quise correr de nuevo! ¡En manos de quién estaba! Ese día, y no cuando supe que el Niño no traía los regalos de Navidad, perdí la inocencia de mi infancia.
Afortunadamente, nada pasó. En casa quedó el chiste. Eso sí, aún me asusto un poco cada vez que tiembla. Pero, en esos casos, sé que existen remedios de abuela para enfrentarlos:
¿Está haciendo mucho calor? Vaya preparándose para un posible socollón.
¿Está el cielo “empedrado” (con muchas nubes en forma de mota de algodón)? Vaya sentándose al ladito de la salida. Y, si el temblor es muy fuerte, busque el marco de una puerta, porque abuela que se respeta sabe y sentencia que se puede caer la casa entera, pero los marcos de las puertas permanecen intactos.
Yo, cuando escuchaba ese consejo de chiquillo, pensaba con inocencia: ¿Por qué no harán el resto de la casa con la misma tecnología que la de los marcos de las puertas?
Hoy, ya viejo, les he perdido bastante el miedo a los temblores, pero no la precaución. Y mientras escribo este texto, pienso en lo vulnerable que se siente uno cuando algo tan macizo y pesado como el piso se empieza a mover como una hoja al viento.
Qué frágiles nos sentimos cuando hasta la tierra misma parece perder solidez y peso. Cuando eso pasa, pienso en lo relativas que son algunas expresiones como: “ponga los pies en la tierra” o “firme como una roca”. Sí, claro, pero de pronto se viene un socollón y lo que se creía estable se tambalea; lo seguro se vuelve incierto. Nada es tan estable que no requiera cuidado, ni siquiera una democracia centenaria, por ejemplo.
Con cada socollón, las abuelas miraban al cielo y doblaban rodillas gritando: “Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal, líbranos Señor de todo mal”. Su sabiduría consistía en recordar lo pequeñas que eran ante las fuerzas del universo, sin importar la clase social o las riquezas acumuladas. Nada daba seguridad en ese momento más que la Providencia.
No está de más echar mano de la metáfora y buscar, a nivel personal –y hasta como país–, dónde están los marcos de las puertas y cómo reforzar las estructuras con viga sísmica para resistir los embates de quienes lo quieren botar todo.
A veces toca renacer, como lo hizo Cartago una y otra vez. No todo temblor es malo. A veces, la vida nos sacude para quitarnos el ego, recordarnos que somos chiquitillos, y quitarnos así lo que no nos deja ver. A veces los temblores vienen para despojarnos de la inocencia y que midamos la realidad con todos sus riesgos, pero sin perder la fe y la esperanza, con la mirada puesta en el cielo, como las abuelas.
Rodolfo González Ulloa es docente en la Universidad Técnica Nacional (UTN) y en la Universidad de Costa Rica (UCR). Es periodista, narrador oral y escritor.