
Ha tenido lugar en La Haya, Países Bajos, un paso histórico y simbólicamente poderoso en la evolución del derecho internacional ambiental.
Se trata de la opinión consultiva emitida por la Corte Internacional de Justicia (ICJ, por sus siglas en inglés) a petición del Estado insular de Vanuatu.
El pronunciamiento de la ICJ confirma que el cambio climático constituye una “urgente y existencial” amenaza para la humanidad, vinculándolo explícitamente con el reconocimiento de un medio ambiente limpio, saludable y sostenible como un derecho humano fundamental.
Desde una perspectiva científica, el dictamen de la ICJ encuentra un eco notable con las conclusiones del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC), reforzando el consenso sobre la gravedad de la crisis climática y la necesidad de medidas inmediatas, ambiciosas y verificables.
De igual manera, el carácter interdisciplinario del pronunciamiento es clave: la solidez de las conclusiones científicas legitima la exigencia de responsabilidad jurídica.
Lo más relevante del dictamen no es solo que reafirma obligaciones derivadas de tratados climáticos y de derechos humanos, sino que declara que esas obligaciones se extienden al derecho internacional consuetudinario.
Esto implica que incluso Estados que no han ratificado el Acuerdo de París –como Estados Unidos– siguen teniendo la obligación jurídica de mitigar el cambio climático.
La ICJ deja claro que los compromisos climáticos deben reflejar el “máximo nivel de ambición posible”, y que los Estados no pueden excusarse detrás de la falta de carácter vinculante de sus propias metas nacionales.
Al mismo tiempo, el tribunal abre la puerta, aunque con cautela, a la posibilidad de reclamos de reparación por parte de Estados afectados por daños climáticos, lo que podría desencadenar futuras demandas internacionales por pérdidas y daños (loss and damage).
Que la iniciativa parta de Vanuatu, un país mínimamente responsable pero extremadamente vulnerable ante el aumento del nivel del mar y otros eventos climáticos extremos, confiere al caso una poderosa carga ética y simbólica.
Se trata de un ejemplo de cómo los Estados más pequeños y vulnerables pueden liderar la diplomacia global en esta materia, impulsando cambios desde la justicia climática.
Este paso también visibiliza la asimetría histórica en la contribución a la crisis climática, y subraya que la falta de acción de los países más industrializados –que tienen mayores recursos y mayores emisiones históricas– puede constituir una “actuación ilícita a nivel internacional”.
Aunque el dictamen de la ICJ es no vinculante, establece un nuevo estándar moral y jurídico que puede orientar litigios climáticos, tratados internacionales y políticas nacionales.
El mensaje central es que todos los Estados tienen la obligación de actuar contra el cambio climático, más allá de su adhesión a tratados específicos.
Esto transforma la obligación de proteger el medio ambiente, que debería ir de un compromiso político a una exigencia jurídica universal, dando un paso decisivo hacia una gobernanza climática global más coherente con la magnitud de la crisis que enfrentamos.
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Pablo Gámez Cersosimo es investigador, escritor y periodista.