
Si piensan que llega de un sopetón y se instala con un rótulo que dice “vine para quedarme”, se equivocan.
Nunca la veremos haciendo campamento. Es más, es calladita, casi invisible, prudente, digna, señorial.
Es como aquel juego de niños. Un día, nos tapamos los ojos con el antebrazo junto a la pared y decimos: “Un, dos, tres… ¡queso!”.
Y cuando volvemos a ver, ella está al final del pasillo, como quien se toma un respiro; quieta, inmóvil, con cara de estatua, pero de pronto nos duelen los callos.
Otro día, en el mismo ejercicio, “un, dos, tres… ¡queso!”, y estará un poco más cerca, con cara de “yo no fui”, siguiéndonos la broma, imperceptible, pero sentimos una muela floja.
“Tengo que ir al dentista”, nos decimos con tono de placebo. Hacemos la cita, pero el presupuesto es altísimo porque no era una, sino casi toda la macana.
Allá a los meses, “un, dos, tres… ¡queso!”, y está un poco más cerca, no mucho, haciendo que se lima las uñas, pero inmóvil. Sin embargo, al asomarnos al espejo, tres canas –plateadas, incoloras, pero con el sabor agridulce de la experiencia– se asoman sin timidez sobre nuestra frente.
Las noches se vuelven cortas. Dormimos menos, reflexionamos más. Nos gusta quedarnos en casa y amamos las ofertas de pantuflas.
De repente, desarrollamos una obsesión por los chalecos peludos y aborrecemos los relojes.
“Un, dos, tres… ¡queso!”, y ella está ya en la sala, viendo por la ventana, con la mano haciendo visera como si esperara a alguien. Es una maldita mentirosa, porque nos pilló en la farmacia o en la óptica, comprando lentes de mayor aumento, alejando y acercando los textos impresos para enfocar, disculpándonos con los amigos porque ya no manejamos de noche y dándole gracias a Dios de que el fin de semana podamos pasar en pijamas viendo tele.
“Un, dos, tres… ¡queso!”, y llega al comedor, donde huele a sopa, a comida sana; donde hay un rincón con vitaminas, antidepresivos y pastillas para la presión, junto a un radio donde nunca suena el infernal reguetón. Y ahí se sienta en una silla que nadie ocupa, así como quien no quiere la cosa.
Si le ofrecemos algo de comer, dirá que sea suavecito, sin grasa, que ya no cena por las noches y nos preguntará si no tenemos un té que le ayude a conciliar el sueño, ¡y claro que tenemos!, porque todo lo que describe es parte de nuestra rutina.
Como no somos babosos, intuimos que hacer ejercicio nos hace bien, pero se nos baja pronto la batería como a celulares chochos.
Nos apuntamos a los clubes de congéneres y creamos chats de compas del cole, donde comprobamos que somos los mismos solo que un poco más…
Y nos gustan más los boleros y cantamos a gritos Tres Regalos, y cuando los nietos ponen su hit parade, en silencio decimos: “Eso no es de Dios”.
Y aunque nos parece que apenas fue ayer que andábamos de padres jóvenes, de estudiantes universitarios, de profesionales recién horneados, cuando alguien habla de veinte años atrás, con horror y en silencio comprobamos que, para entonces, ya éramos cuarentones.
Y como pasa en la retahíla infantil, cuanto más rápido digamos la frasecilla, más cerca está de tocarnos el hombro o la pared y gritarnos: ¡Punto!
Entonces, perdemos el juego y la vejez llegó, ahora sí, para quedarse.
No vayan a creer que lo digo con amargura o con enojo; todo lo contrario. A pesar de mis achaques, pies hinchados y de que el suelo me quede cada vez más lejos, debo confesar que así, de capítulo en capítulo, es un alivio que llegue.
“Esta mujer está loca”, dirán algunos. Tal vez. Pero desde mi humilde (que para nada lo es) y antiguo punto de vista, las canas llegan en su justo momento, ni antes ni después.
Avisan. Huelen. Duelen. Tratamos de teñirlas y lavarlas con champú morado, pero ahí están.
Combinan perfecto con los surcos del rostro y la textura de papel de seda de nuestros brazos.
Hacen juego con la redondez de nuestro cuerpo plagado de heridas de guerra.
Y la vejez, la ancianidad o, en bonito, la tercera edad, habla con sabiduría.
Nos obliga a desacelerar en esta carrera loca del progreso y nos invita a priorizar lo importante sobre lo urgente, la paz sobre la peleadera, la alegría pequeñita de tener para pasar el día sobre la promesa inalcanzable de la felicidad.
Ella es una estación a la que todos le tenemos miedo, pero vieran que es una habitación acogedora y tranquila.
Obvio, es una apreciación un poco romántica, que no incluye los recursos para que sea digna, la salud para que sea divertida, la ecuanimidad como para que no te salgan las lágrimas sin motivo alguno.
A veces hay que pagar un alto impuesto por llegar a ella y ser funcionales dentro de lo posible.
Con un poco de suerte, mantendremos intacta la memoria, con todo lo que eso implica.
Y ella, astuta como zorro, mientras decimos “un, dos, tres… ¡queso!”, no mueve ni un pelo. Nunca se arriesgaría a que la devolvamos por moverse o por hacer una mueca.
Y entonces, perdonaremos y nos perdonaremos antes de que la otra, la siguiente etapa, llegue con su vestido de temporada y, así como quien no quiere la cosa, se pare en el umbral de la puerta.
Y así, con los nudillos gruesos y con los anteojos puestos, de nuevo posaremos el brazo contra la pared y diremos otra vez, sabiendo que pretendemos alargar el juego lo más que se pueda: “Un, dos, tres… ¡queso!”.
Y la otra, con su sonrisa eterna que nadie le cree, jugará por el tiempo que quiera, para, finalmente, gritarnos “¡punto!“, solo que esta vez, será punto final.
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.
