
Él le pide a ella que fije la mirada en un punto determinado. Busca que su gesto sea natural, ajeno al lente fotográfico. Con su cámara en las manos, él mide la exposición y diseña el encuadre a través del obturador…
Ella es trigueña; el cabello negro trenzado le da un aire a Frida Kahlo, sin flores en el pelo ni angustias en el alma. Por el contrario, su rostro es amable y la mirada, serena. Blusa blanca, falda larga, recostada a un árbol de piel rugosa, la gama de grises en el entorno enriquece el paisaje. Al fondo se divisa un pequeño reducto entejado, mientras la sombra en un cerro cercano contrasta con el cielo claro de una mañana luminosa.
Ella es la musa que inspiró al fotógrafo, la muchacha que capturó su atención desde que ambos se conocieron en una farmacia guadalupana, y el flechazo de Cupido acertó de lleno. Amor a primera vista. El muchacho había llegado al establecimiento a ofrecer frasquitos con aceite de aguacate que él mismo elaboraba, una afición que ahora se podría interpretar como un emprendimiento. Desde el mostrador, la joven saludó con educación; él devolvió la cortesía, sonrieron y ahí empezó todo.
Corría el año 1949. En los albores de la Segunda República, nuestros padres y abuelos intentaban suturar las heridas sobre charcos de sangre derramada por los “mariachis” de Calderón Guardia y los “glostoras y medallitas” de Figueres Ferrer, mientras el país en general retomaba sueños y afanes, con visión de futuro en los centros urbanos y sensaciones bucólicas en los senderos y el surco.
El noviazgo evolucionó con las visitas del muchacho a Guadalupe y los viajes en motocicleta; él con jacket de cuero al estilo de Humphrey Bogart; ella, bellísima, con su pelo suelto cubierto con un pañuelo multicolor; la brisa en los rostros y el vehículo devorando kilómetros bajo soles y lluvias en la geografía entre bosques y parajes de ensueño.
Mas no todo era color de rosa. Ella se había convertido en la novia de un joven afable y de costumbres sencillas, pero aristócrata. Era su linaje, el último de trece hijos de un padre español, pionero, trabajador e irascible, quien cayó fulminado por un infarto en la sala de la mansión, en el centro de San José, cuando él era apenas un recién nacido.
Desde un principio hubo reticencia en el seno familiar del muchacho. Sus parientes veían con recelo a la novia del cumiche, uno de los herederos de la acaudalada familia. Naturalmente, los novios siguieron adelante, pues la fuerza de su amor era inconmensurable.
Se casaron en la mañana del 3 de diciembre de 1949 en la iglesia de Santa Teresita y tras la sencilla ceremonia, Carmen, una de las hermanas mayores del joven, ofreció en su hogar un pequeño pero significativo ágape a los nuevos esposos y los pocos invitados, cercanos e incondicionales.
Después de que había vendido la motocicleta para conseguir el dinero necesario para casarse, el príncipe de las carreteras consiguió trabajo en la Dirección General de Estadística y Censos (hoy INEC), y los dos comenzaron la construcción del hogar al tenor del mandato bíblico de un tiempo para cada propósito, según Eclesiastés 3:4. Tiempo de soñar, tiempo de trabajar, tiempo de reír, tiempo de llorar… Cinco hijos –tres varones, dos mujeres–, afanes compartidos, pequeñas alegrías, vicisitudes y desvelos a lo largo de 44 años, hasta que el galán dejó este mundo, el 13 de mayo de 1993.
Por siempre bella, ella lo siguió a la eternidad 18 años después, el 13 de junio de 2011. Entre cirios encendidos, su caja mortuoria permanecía cerrada por petición previa de la dama del silencio. Entre oraciones, reflexiones y reminiscencias, la fotografía que motiva este relato permanecía sobre el féretro. Fue la última voluntad de la novia del fotógrafo. Quiso decir adiós con dignidad y decoro. Del cuarto oscuro de la memoria, al fulgor de la luz perpetua.
roberto.comunic@gmail.com
Roberto García H. es periodista.
