
La agricultura no es una nostalgia romántica por los abuelos trabajando en el cerco. La realidad es mucho más preocupante: se nos está escapando la posibilidad de producir nuestro propio sustento, nuestros propios alimentos. Hoy Costa Rica enfrenta un dilema silencioso pero demoledor: la gente joven está migrando hacia el sector servicios, las carreras tecnológicas y otras profesiones urbanas, y el campo queda en franco abandono.
Si no actuamos pronto –con políticas, inversión y visión tecnológica–, la seguridad alimentaria del país estará en riesgo. No es una exageración retórica: es una llamada a la acción.
En promedio, las personas productoras del agro costarricense tienen más de 50 años de edad. Lo dicen los estudios del MAG y el INEC; lo repiten los gremios y lo sentimos quienes vivimos en zonas agrícolas.
La agricultura envejece y, con ella, nuestra capacidad de producir lo que comemos. Los hijos e hijas de los productores prefieren estudiar ingeniería, comercio, informática o turismo, porque el campo, en la narrativa social dominante, sigue viéndose como un trabajo duro, incierto y poco rentable.
El problema no es que la juventud no quiera trabajar; es que no ve oportunidades reales allí. Las carreras agropecuarias existen; la academia pública ofrece programas sólidos de agronomía, agroecología, agronegocios y tecnología agrícola, pero no se perciben como caminos de futuro.
Muchos jóvenes rurales migran a la ciudad y se desconectan de la tierra que los vio crecer, mientras el Estado no logra articular un sistema que vincule formación, tecnología, financiamiento y acompañamiento para que el agro sea una opción viable y moderna. Por el contrario, propicia el ingreso sin control de productos agrícolas –llámese arroz, papa, cebolla– en beneficio de unos cuantos importadores y sin amparar al productor nacional.
El agro es, o podría ser, una de las áreas más innovadoras del país. Hoy existen drones para fumigar con precisión, sensores de humedad que optimizan el riego, inteligencia artificial para monitorear plagas, sistemas de blockchain que garantizan trazabilidad alimentaria, y modelos de agricultura regenerativa que restauran ecosistemas y capturan carbono. Pero esas tecnologías no llegarán al campo sin jóvenes que las comprendan, las adopten y las transformen.
Es fundamental retomar el acompañamiento transversal entre instituciones como el MAG, el INA, el Inamu, el Inder y el INTA junto con las universidades públicas, para apoyar a mujeres y jóvenes del sector agropecuario y el sector pesquero.
No basta con firmar convenios: hace falta coordinar presupuestos, crear rutas formativas conjuntas, establecer metas medibles y abrir líneas de crédito que permitan a los jóvenes acceder a tierra, tecnología y asesoría técnica.
También es urgente fortalecer la educación técnica y dual. En la actualidad, existen más de 40 colegios técnicos profesionales que imparten carreras agropecuarias con tecnología de punta y, de este modo, más de 2.000 estudiantes aprenden a usar drones, sensores y sistemas de riego automatizados.
Ese es el camino correcto: enseñar que el campo no es atraso, sino innovación y conectar esa educación con oportunidades reales de emprendimiento y empleo, para que el aprendizaje no se quede en el aula, ni el entusiasmo se apague con la falta de recursos.
Durante décadas, el desarrollo se asoció con abandonar la tierra: con mudarse al centro urbano, con estudiar algo “moderno”, con no ensuciarse las manos. Hoy sabemos que el verdadero progreso pasa por garantizar soberanía alimentaria, cuidar los suelos, producir sin destruir y hacerlo con inteligencia y dignidad, y con jóvenes formados, conectados y apasionados por el agro.
Aquí surge la parte más reflexiva de este debate. Tal vez el dilema no sea solo económico sino cultural, porque nos hemos distanciado tanto de la tierra que olvidamos su valor vital. Las nuevas generaciones pueden devolverle al agro su estatus de motor nacional, pero para eso, el país debe abrirles camino, reconocer su talento y acompañarlas con visión de Estado.
Costa Rica tiene la capacidad; lo que falta es voluntad política y una estrategia que integre tecnología, educación, equidad de género y sostenibilidad. Si logramos conectar a la juventud con el campo, el agro no solo sobrevivirá, florecerá.
De lo contrario, dentro de unas décadas, cuando miremos los estantes del supermercado llenos de productos importados, recordaremos que el hambre no empezó con la falta de comida, sino con la falta de agricultores.
Entonces, la pregunta con la que titulamos este texto dejará de ser retórica: sin jóvenes en el agro, ¿quién nos va a dar de comer?
fabian.marrerosoto@gmail.com
Fabián Marrero Soto es publicista y comunicador social. Fue asesor de Presidencia (2018-2022).