Yo los amo: a cada uno de ellos. Me han dado todo lo que tengo; pero, además, alegrías, risas, aprendizajes, tristezas. En fin, mucho, muchas cosas. Hasta colerones, sobre todo cuando se ponen muy demandantes en esos días muy movidos en que parece que todo se junta. Y uno, aunque no parezca, a veces se termina desesperando, claro; se me desborda la contratransferencia porque mi cara lo dice, y sé que ellos lo notan.
Pero después de tanto tiempo, insisto, ¿qué se puede hacer? Terminan siendo muy cercanos, y uno, hasta queriéndolos; son ya como parte de la familia, para mí, y para quienes trabajan conmigo.
Este asunto empezó hace más de 40 años, casi de rebote. Así, sin quererlo, las historias de vida me llegaban de forma espontánea. Tomé consciencia de las atribulaciones ajenas en el momento en que se sentaban ahí, a veces cabizbajos, en otras ocasiones más contentos. Cualquiera que fuera el motivo, a fin de cuentas, no me quedaba más remedio que escucharlos. En el principio, en la fase de entrenamiento –en plena curva de aprendizaje–, no sabía qué decirles. Los miraba con un poco de condescendencia, se me estrujaba algo, y tan solo les devolvía un guiño solidario, intentando abrazarlos con el alma.
Eso que quedaba aquí, entre pecho y espalda, me lo llevaba para la casa. Era como una pesadez que rondaba de cerca, interrumpía el sueño y le quitaba el aroma a café a la vida. Con el paso el tiempo, eso sí, uno se va haciendo más espueludo; ya las peripecias no suenan tan tremendas, como que se van normalizando. Después de un rato, ya nada asusta.
Por esa época fue cuando empecé a compartirles mis primeras opiniones: primero, repitiendo lo que escuchaba que decían mis profesores, los de más experiencia; luego, simplemente atreviéndome, soltándome, como ese niño temeroso que desea brincar a la poza, que la emoción lo envuelve y lo paraliza, sí, pero al mismo tiempo lo hace dejarse ir, porque sabe que podrá nadar contra corriente y salir a la otra orilla del río. Y reconoce, también, que le aplaudirán tarde o temprano.
Les decía lo que pensaba, sugería discretamente un par de acciones, y emitía mi prescripción –esa, por supuesto, siempre ha estado presente–. Para el mal de amores, un clavo no saca otro clavo; en caso de problemas con el jefe, mándelo pal’carajo; si las deudas lo tienen muy estrangulado, al mal tiempo buena cara; cuando hay mucha pensadera por tanto tiempo libre, recuerde que mente desocupada, taller de Satanás. Y así por el estilo: todas fórmulas infalibles, síntesis milenarias del saber popular, los dichos de la abuela.
Don Fernando, uno de esos pizotes solos, abandonado a su suerte y alicaído, terminaba esbozando una mueca de agrado; Gerardo, el fanfarrón, dueño de una sonrisa perruna, se echaba grandes carcajadas; doña Milena, un alma caritativa, un buen ser humano, quedaba siempre pensativa, como viajando al pasado en busca del porqué de sus desdichas, y Ernesto –un cédula cinco de esos erguidos, espigados, un todoterreno– parecía no impresionarse, aunque seguía llegando cada viernes a su cita, sin refunfuñar.
Admito que a veces siento celos cuando alguno se va con mis colegas; sé, en todo caso, que es parte del trajín, del teje y maneje, y que puede pasar. También sé que es clave aprender a responder rápido, con mi servicio y con la agilidad de la palabra. Así me hice cada vez más avispado, pero al mismo tiempo respetuoso; discreto, siempre, haciendo una oda al secreto profesional, al código no escrito que todos nosotros seguimos fielmente. Por eso y por el ambiente que se genera, es que se facilitan los insights, y cada quien viaja a sus remembranzas. Todo, a fin de cuentas, dijo Félix, depende del estado de ánimo.
Repito: yo amo a mis clientes, a cada uno de ellos. Por eso les sirvo la cerveza más fría que el corazón de su ex. Por la misma razón es que Roberto, otro de los fijos, un día me contó que leyó en la barra de otro bar que los estudios demuestran que las propinas generosas aumentan la serotonina y guían el camino para la iluminación. Soy consciente de que nosotros, los cantineros, salimos más baratos que los psiquiatras. Porque sé –sabemos– que lo que necesitan es soltar, hablar, fluir, dejar ir, ayudados –haciendo trampa, claro– por la espirituosa de turno. Estar ahí, acudir en comunidad, es, en todo caso, la esencia humana.
ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr
Ricardo Millán es médico especialista en Psiquiatría y profesor catedrático en la Universidad de Costa Rica (UCR).
