Adela Ferreto Segura nació hace 120 años, el 11 de julio de 1903. Esa fecha no debería pasar inadvertida, pues fue una mujer que hizo una contribución señera a la educación, la política y la literatura costarricenses.
El año pasado, la Asamblea Legislativa la declaró benemérita de la patria; sin embargo, el verdadero homenaje que se puede hacer a Adela Ferreto, y a otras creadoras costarricenses, es leer su obra y comprender la sabiduría de su mensaje. Como ella misma escribió en 1983: “¡Si hacemos niños felices, lograremos hombres buenos!”.
Ferreto vino al mundo en Heredia, y tal como lo describió en su obra autobiográfica Crónicas de un tiempo, era una ciudad señoreada por dos iglesias “la vieja parroquia con sus macizas torres ornadas de oscuros líquenes” y la del Carmen, “más pequeña, más recoleta, con su redonda cúpula que se cuarteó con los temblores del 24″.
Ingresó a los 14 años a formarse en la Escuela Normal de Costa Rica. Allí conoció a profesores y compañeros de estudio que destacaron en diferentes áreas de la vida intelectual de la primera mitad del siglo XX. Entre ellos, Omar Dengo, María Teresa Obregón, Joaquín García Monge, Carmen Lyra, Emma Gamboa, Emilia Prieto, Luisa González y Carlos Luis Sáenz, quien se convertiría en su esposo y compañero durante toda la vida.
“Heredia era pequeña, acogedora, culta: su índice de analfabetismo siempre ha sido bajísimo, y desde las aulas de la Escuela Normal un alto y poderoso impulso cultural se esparció por todo el país”, escribió.
La Normal, como se le llamaba coloquialmente en ese entonces, hacía las veces de una facultad de humanidades, pues fue una época en la que no existía ninguna universidad en nuestro país. La institución significó para Adela Ferreto un símbolo creador constante, y muestra de ello se refleja en su fotografía de bodas con Carlos Luis Sáenz en 1930. Allí se observa a la pareja, recién casada, que desciende la escalinata de esa emblemática institución.
Fue en La Normal donde asumió el cargo de profesora de disciplinas como Historia de la Educación y Ciencias Naturales, pero ante todo se le recuerda como responsable de la Cátedra de Literatura Infantil, que había fundado García Monge y en la que se desempeñó como antecesora su amiga y maestra Carmen Lyra.
La devoción y el respeto por las obras que se destinan a la niñez se condensa en su ensayo Las fuentes de la literatura infantil y el mundo mágico (1985), texto en el que define tres puntos de origen de esta categoría literaria: el folclor, los grandes clásicos y los libros especialmente escritos para niños. Sin embargo, señala de manera contundente “que la fuente es una sola, el alma humana, venero de toda creación poética y artística”.
No solo defendió una visión activa e integradora de la educación durante su vida como profesora de La Normal o maestra en la Escuela Juan Rafael Mora, ubicada cerca del paseo Colón. Plasmó esa visión en el libro Mundo maravilloso, en el que, con lenguaje claro, preciso y a la vez estético, conjugó sus conocimientos sobre el sistema solar, las placas tectónicas, el clima o el océano con leyendas procedentes del Popol Vuh o el folclor europeo, pues fue una educadora políglota que hizo traducciones del inglés, francés e italiano.
Se trató de una mujer inquieta, pensante y preocupada por defender los principios de justicia social. La Dra. María Pérez Yglesias, quien aparte de conocerla personalmente también estudió su obra, lo sintetiza así: Adela Ferreto fue humanista, cristiana y comunista. Y aunque se puedan encontrar divergencias e incompatibilidades en esas posturas, también en ellas se vislumbra la búsqueda de la dignidad del ser humano, el rechazo a toda forma de dictadura e imperialismo y el derecho a la educación de calidad como forma válida de ascenso social.
Durante sus últimos años publicó una significativa colección de libros, casi todos dedicados a la infancia, como Las palabras perdidas y otros cuentos, Tolo, el Gigante Viento Norte, Cuento del príncipe Viejito o Historias de Chico Paquito y sus duendes. Por ello, se hizo merecedora del Premio Carmen Lyra en 1983 y el Premio Aquileo J. Echeverría en 1984.
El autor es profesor en la UCR y la UNA.