Las vertiginosas desventuras de Sam Bankman Fried, fundador caído en desgracia del mercado de criptomonedas FTX —recientemente declarado culpable de fraude y lavado de dinero en Nueva York— nos ofrecen una dura visión de ese mercado tan poco regulado.
Más allá de todas las supuestas maravillas de la tecnología de cadenas de bloques en la que se basan las criptomonedas, los titulares de los últimos años indican que el sector está sumido en el caos.
Además de las actividades delictivas que llevaron al colapso espectacular de FTX en el 2022 y a que condenaran a Bankman Fried a principios de noviembre, los reguladores estadounidenses iniciaron acciones legales contra Binance, el mayor mercado de criptomonedas, porque supuestamente estableció una “red de decepción”.
La hora de la verdad se cierne sobre el sector. ¿Serán siempre las criptos un imán para el fraude y las actividades ilícitas, o pueden en algún momento transformar y democratizar las finanzas?
Nos encontramos frente a una paradoja cada vez más obvia. El creador del bitcoin, conocido por el seudónimo de Satoshi Nakamoto, propuso su versión electrónica del efectivo —completamente basada en un sistema de transacciones entre pares— después de la crisis financiera mundial del 2008, cuando la confianza en los gobiernos y los bancos centrales estaban su punto más bajo.
Poco después del lanzamiento del bitcoin en el 2009, Nakamoto escribió que “el problema básico de las monedas convencionales es lograr la confianza necesaria para que funcionen”. Hoy día, ese sistema, que procuraba eliminar la necesidad de que la gente confíe entre sí y en las instituciones financieras, sufre una crisis de confianza.
Las criptomonedas, como bitcoin y ethereum, dependen de programas y redes informáticos que no son controlados ni gestionados de manera centralizada. Sorprendentemente, esa descentralización funciona: es posible hacer transacciones seguras sin depender de bancos, empresas de tarjetas de crédito o instituciones de otro tipo. En principio, eso debiera reducir la vulnerabilidad de los sistemas financieros al fraude y la manipulación.
Desafortunadamente, los estafadores y empresas inescrupulosas se aprovecharon de los clientes e inversionistas enamorados de la nueva tecnología y, al hacerlo, oscurecieron la innovación más atractiva de las criptos: herramientas basadas en las cadenas de bloques, capaces de mejorar la transparencia y fortalecer la confiabilidad del sector financiero.
Las cadenas de bloques son libros contables digitales almacenados en computadoras en todo el mundo, con acceso público a quienquiera que cuente con una conexión a internet, que contienen un registro inmutable de las transacciones de un sistema.
Debido a que están basados en algoritmos en vez de en interacciones entre humanos, permiten un registro robusto de los intercambios de dinero, del que carece la infraestructura financiera tradicional.
¿Cómo terminamos entonces con una industria de criptos que a menudo contradice la ética con la que fue fundada? Una respuesta es que todas las innovaciones atraen inevitablemente a la manía especulativa y las argucias, especialmente en las etapas tempranas de su desarrollo. En el siglo XIX los bancos engañaron a sus examinadores inflando las reservas de oro con clavos. Más recientemente, la era de las puntocoms nos ofreció casos como el de Enron, y la bonanza de la biotecnología nos regaló a Elizabeth Holmes y Theranos.
Otro problema es que las plataformas del sector orientadas a los particulares se limitaron a injertar las formas antiguas de hacer negocios en una tecnología diseñada específicamente para eliminarlas. Por ejemplo, aunque FTX era un “mercado” —un punto de enlace para las criptomonedas basadas en cadenas de bloques— no utilizó las tecnologías descentralizadas de manera esencial.
Irónicamente, la mayoría de los poseedores de criptos actualmente almacenan sus activos en plataformas de mercado que requieren niveles de confianza elevados y conllevan muchos de los riesgos de las instituciones financieras tradicionales.
Entre bastidores, la industria de las criptos ha comenzado a utilizar la tecnología para desplazarse nuevamente hacia la innovación. Un ejemplo es el desarrollo de la evidencia de reservas, un método matemático que permite a las instituciones verificar sus criptoactivos. Esas herramientas podrían contribuir a evitar debacles como la de FTX, ya que la falta de transparencia permitió a Bankman Fried ocultar el fraude financiero.
Cabe destacar que la evidencia de reservas y otras herramientas similares funcionan mejor en el caso de las criptomonedas que en el de los activos financieros comunes, como el dólar estadounidense. Esos avances técnicos llevaron a las instituciones financieras tradicionales —exactamente aquellas a las que bitcoin procuró reemplazar— a adoptar a las criptos.
JPMorgan, por ejemplo, planea transferir miles de millones de dólares de valor a las cadenas de bloques, mientras que las autoridades monetarias exploran las monedas digitales de bancos centrales, que podrían implicar el uso de la tecnología de cadenas de bloques para emitir versiones digitales de sus monedas fiduciarias.
El sector de las criptomonedas enfrenta ciertamente varios desafíos sobrecogedores —entre ellos, la enorme huella ambiental de la minería del bitcoin, su uso para transacciones ilícitas y deficiencias en la privacidad—. Pero, como sugiere la evidencia de reservas, la comunidad de las criptos está innovando para crear nuevas y poderosas maneras de aprovechar la transparencia y confiabilidad inherentes a la tecnología de las cadenas de bloques para crear un ecosistema financiero más seguro y flexible.
Con el avance de esas innovaciones, los gobiernos en todo el mundo están explorando la manera de salvaguardar a los consumidores de los excesos del sector de las criptos. Harían bien en mirar más allá de los titulares y buscar un enfoque equilibrado que permita que esta extraordinaria tecnología prospere.
Ari Juels, profesor de Cornell Tech, es codirector de la Initiative for CryptoCurrencies and Contracts (IC3), científico en jefe de Chainlink Labs.
Eswar Prasad es profesor de Economía de la Universidad de Cornell e investigador superior de la Brookings Institution.
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