Desde la lejana década de 1880, poco tiempo después de haber emergido como república libre e independiente, nuestros gobernantes entendieron y pusieron en práctica lo que el papa Pío Xll, en 1958 ( Marcha a las colonias romanas ), denominó “sana laicidad”, entendiendo por tal “el esfuerzo continuo para tener separados los dos poderes” (civil y religioso), separación que, desde esta perspectiva, implica respeto mutuo y colaboración, en tanto ambos se encuentran al servicio de las personas en su doble dimensión: individual y social, pero desde una visión diferente de la existencia humana. En palabras del Divino Maestro: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Lucas 20, 25).
Así, durante las administraciones de don Próspero Fernández y don Bernardo Soto se aprobaron varias leyes que marcaron con claridad meridiana el ámbito de acción de una y otra institución. Algunas de estas reformas permanecen vigentes, tales como el matrimonio civil, divorcio, derechos de los hijos nacidos fuera del matrimonio, prohibición a los clérigos para participar en política y la secularización de los cementerios y la enseñanza pública, entre otras.
Modelo confesional. Sin embargo, el constituyente del 49 optó por reconocer a la religión católica como la “del Estado”. Por ello, y de acuerdo con el tenor literal del artículo 75 de la Constitución, el modelo de relaciones entre el Estado costarricense y los distintos credos religiosos es confesional, con interdicción de cualquier discriminación de otras creencias religiosas, diferentes a la “oficial”.
La Sala Constitucional ha interpretado que este trato diferenciado genera dos consecuencias para el Estado: 1) obligación “de contribuir con su mantenimiento” –colaboración– y 2) deber de mantenerse neutral, es decir, libre de injerencias, en la esfera de las creencias religiosas de los ciudadanos, como expresión de los principios de libertad, intimidad (artículo 28 de la Constitución Política) e igualdad (artículo 33 de la Constitución Política) –respeto– (voto 2023-2010).
Estos criterios coinciden plenamente con los fijados en el Concilio Vaticano ll, en lo que se refiere a la autonomía y cooperación que debe existir en las relaciones entre Iglesia y Estado (ya se trate de un Estado confesional, como el nuestro, aconfesional o laico). Los convenios o concordatos firmados con el Vaticano son manifestación jurídica de esta cooperación.
Autonomía. La autonomía entre el Estado y la Iglesia se compone de dos elementos. Por un lado, el Estado tiene la obligación de respetar la esfera de libertad religiosa de la Iglesia, de la cual forman parte la libertad de organizarse internamente, de nombrar a sus representantes, de culto, de prácticas, de manifestación y asociación, de enseñanza y de adquirir, poseer y negociar los bienes necesarios para su funcionamiento. Destaca, como es obvio, dentro de estos derechos, el de libertad de expresión para difundir su mensaje. Por otro lado, la Iglesia debe respetar el derecho del Estado a organizarse políticamente y dictar las normas con arreglo a las cuales regula la convivencia en sociedad, sin interferir de manera alguna en esta labor.
No se trata de encerrar a los católicos en las sacristías, es decir, que los feligreses mantengan sus creencias al margen del debate en la vida pública, pues ello no solamente resultaría contrario a los derechos humanos, sino que también sería inconstitucional. Al respecto, la Sala Constitucional ha señalado reiteradamente que el derecho a la libertad religiosa implica el derecho a manifestar las creencias, tanto en público como en la esfera privada, pero dentro de los límites que impone el respeto al orden público, la moral y los derechos fundamentales de los demás (artículos 28 de la Constitución Política, 12 de la Convención Americana de Derechos Humanos y 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos).
Libertad religiosa. Así, pues, la jurisprudencia constitucional garantiza el respeto a la libertad religiosa como un derecho fundamental protegido constitucionalmente, pero aclara que no se trata de un derecho absoluto. Será con vista de cada caso concreto que se determine si estos límites han sido rebasados y de qué forma.
El carácter político que en los últimos años han adquirido en nuestra sociedad las celebraciones de la aparición de la imagen de la Virgen María fue aprovechado, el pasado 2 de agosto, por la jerarquía doméstica de la Iglesia católica para tratar de imponer a la ciudadanía un modelo de sociedad basado en sus reglas religiosas. Para cumplir con este objetivo, días antes, uno de los máximos jerarcas de la Conferencia Episcopal, Vittorino Girardi, elaboró un texto al cual dieron lectura ese día los presidentes de los supremos poderes de la República, actuando cada uno de ellos en esa condición. El peligro de manipulación política por medio de la simbología religiosa utilizada dentro del contexto descrito es evidente.
Es claro que, para nuestra sociedad, el 2 de agosto tiene un enorme significado religioso. Por ello, los actos de celebración de la Iglesia católica trascienden sus muros y están cargados de una fuerte simbología espiritual. En este escenario, la participación de los supremos poderes del Estado, y especialmente de sus máximos jerarcas dentro de la esfera de la función pública que desempeñan, compromete la autonomía que debe existir entre ambas instituciones. No cabe otra conclusión.
Injerencia. La violación al principio de autonomía y separación Iglesia-Estado aparece en todo su esplendor al comprobarse, según lo han reconocido públicamente, representantes de la Conferencia Episcopal, que el texto denominado “Declaración de Consagración” fue elaborado por el prelado Vittorino Girardi. De acuerdo con el contenido de este texto, los presidentes de los supremos poderes de la República dejan la responsabilidad de sus actos en las “manos amorosas” de Dios o María y se someten a “sus mandamientos”. Si a esto se agrega que el día anterior, en la basílica de Cartago, el obispo Ulloa, al proclamar su homilía, alertó al Gobierno contra los “horrores de la inseminación in vitro y las sociedades de convivencia”, no queda ninguna duda de la injerencia del poder religioso en el poder civil, y viceversa, para que estos “horrores” que están contra los “mandamientos” no se conviertan en ley.
Este hecho religioso-político atenta contra los principios de pluralismo democrático, libertad de creencias religiosas y separación Iglesia-Estado, esenciales para preservar nuestro régimen democrático, pues los presidentes de los supremos poderes asumieron una función que excede el marco de sus competencias funcionales, y que no encuentra acomodo en la Constitución Política.
Corresponde a nuestro Tribunal Constitucional rescatar el principio de separación Iglesia-Estado y evitar que involucionemos hacia el Medioevo en esta materia.