
Debido a su gran parecido con el badajo de una campana, la úvula, esa pequeña bola carnosa que cuelga en el fondo de la garganta, es la encargada de alertar a todos los miembros de la boca cada vez que viene en camino una descarga de palabras ofensivas.
Basta con que esa alarma se active para que lengua, encías y labios se preparen para hacerle frente a una nueva ola de improperios.
Las medidas que se ejecutan en esa caverna bucal tienen la intención de atenuar al menos un poco el mal sabor que el lenguaje de la violencia deja en el gusto.
“¿Cómo es posible que una persona que ha pasado por las aulas, en lugar de ser agradecida, opte por abusar de la jerga de la agresividad?, se preguntan los dientes, quienes esperan con ansias el siguiente cepillado con pasta dental para ahuyentar temporalmente el sinsabor del odio.
El tejido muscular y las membranas mucosas del paladar suave se ponen a la defensiva cada vez que la úvula anuncia el inminente arribo de una siguiente entrega de insultos provenientes de las cuerdas vocales.
Conocidas también como pliegues vocales, esas dos bandas flexibles ubicadas en la tráquea, se preguntan: “¿Por qué si somos capaces de producir los sonidos esenciales para cantar, declamar o pronunciar palabras que inspiren y edifiquen, nos utilizan para denigrar? ¿Acaso no seríamos más útiles si se nos diera un uso civilizado y elegante?”.
Cada vez que perciben una pausa, aunque sea breve, en la retórica del irrespeto, los inquilinos de la boca emprenden acciones tendientes a lidiar con el amargo regusto que producen las bilis del ego desbocado, los efluvios de la vanidad mal administrada.
A pesar de tener una estructura ósea, el paladar duro no escapa a esos embates. Sus dos huesos, apófisis palatina del maxilar y lámina horizontal del hueso palatino, sufren continuamente las arremetidas del reflujo de la mezquindad.
Las muelas del juicio
Se tiene noticia de colmillos que no soportan más tener que lidiar con los efectos nocivos de la placa dental que generan los residuos de las burlas perversas.
“Lamentable espectáculo el que se le da a los demás, en especial a los niños. El circo del zarpazo hiriente y la embestida vil”, le dice un colmillo incisivo a uno canino.
Las muelas están cansadas de triturar honras ajenas mediante los despiadados mordiscos de las mentiras que polarizan e invitan a la agresión. No existen en esta boca frenillos capaces de alinear el habla con la sensatez, la comunicación con la mesura.
“Gracias a Dios existe la úvula”, expresa una de esas piezas dentales. “Caso contrario, serían peores los estragos causados por la saliva de la rabia”.
Tiene razón esa muela. Sin embargo, es mucho el desgaste emocional que sufre tal campanilla por permanecer en perpetuo estado de alerta.
El nivel de responsabilidad de ese badajo membranoso y muscular, así como su firme compromiso con la salud bucodental, le impide bajar la guardia ante las sustancias tóxicas producidas en el organismo de quienes tienen la capacidad enfermiza de imaginar, inventar o sobredimensionar enemigos.
“Además de dejar un mal sabor en el gusto, el lenguaje de la violencia dice mucho acerca del estado de la salud emocional y mental de quien desperdicia así el don del habla”, sostiene la atormentada úvula.
En cuanto al suelo de la boca, en reiteradas ocasiones se le ha oído manifestar que él debería llamarse más bien el duelo de la boca, ya que en él están enterradas las buenas palabras, las que unen a pesar de las diferencias, las que sí construyen, inspiran, infunden esperanza e inciden en el bienestar común.
¡Pobre boca! Está lejos, muy lejos, de ser un modelo positivo.
José David Guevara Muñoz es periodista.