Hay que aceptarlo: nuestro país es básicamente matriarcal. No hace mucho, llegaba el Día de la Madre –que solo en Costa Rica se celebra el 15 de agosto– y por todo lado se veían los camiones con refrigeradoras, lavadoras, cepillos eléctricos y otras extensiones del oficio doméstico sistematizadas para mamá.
Sin duda, resulta una fecha especial para compensar a las madres por tanto sufrimiento y sacrificio, tanto desvelo y abnegación.
¿Y los tatas? Un par de medias y un desodorante... agarrando mucho.
Al parecer, las cosas han cambiado y, ya sea por un interés comercial o porque finalmente comprendimos que no existe uno sin el otro, se les ha empezado a dar un reconocimiento justo a aquellos progenitores que realmente lo merecen.
Al igual que las madres, los hay de todos los tamaños y formas: flacos como palos, gorditos, viejos, “patinetos” (los he visto con el bebé de un lado y la patineta del otro), prestados, adoptados, reciclados, arrimados, abnegados, entregados y muy amados.
Los aplaudo de pie, porque no claudican. Por salir a comprar cigarros… ¡y volver! Por asumir su paternidad como un compromiso con la madre y con los hijos. Por no meter en el mismo paquete a sus chiquillos y los conflictos de pareja. Y hasta por asumir con esmero y amor genuino a los hijos ajenos, aunque no haya parentesco.
Porque “todo güila descarriado en la calle encuentra a su tata”. Y porque en todo Día del Padre, hay implícito un “día del hijo”.
Un papá que iba y venía como el mar
En mi caso –y esto es una confesión–, quise mucho a mi papá, pero él era como el mar. Iba y venía y, como pasa con las olas, era difícil de atrapar. Tal vez por eso mamá siempre estaba tan enojada. Furibunda.
Escasos de presupuesto –como estábamos los niños siempre–, en la escuela nos salvaban la tanda porque desde finales de mayo, en la clase de Educación para el Hogar (como si toda educación no se aplicara en la casa), la maestra nos anunciaba la manualidad que elaboraríamos para el Día del Padre.
En ese preciso año, papá se había ido de casa. Las cosas entre él y mamá habían empeorado y la economía familiar estaba realmente comprometida.
Yo, que siempre he tenido la cabeza en las nubes, llevé los materiales: una caja de cartón con tapa, algún papel hermoso para forrarla, tijeras, goma, regla, brochita (a veces, las mismas gomeras las traían en la tapa) y, muy importante: el signo zodiacal del respectivo padre.
Cada semana, avanzábamos con el proyecto y el mío iba tomando forma.
Don Luis Salinas, un cubano que vivía frente a mi casa, me había regalado una caja perfecta (de puros Cohiba), con su tapa y todo. El papel afelpado me lo consiguió mamá con tío Luis, en la Universal. Era rojo, con flores de lis en relieve y, en el extremo inferior derecho, coloqué un león rampante en fieltro que me costó muchísimo recortar.
La semana antes del Día del Padre, lo envolvimos en papel celofán con una cinta que lo anudaba, ¡y listo!

El viernes, cada quien se llevaría el suyo para dárselo a su papá el domingo, apenas amaneciera.
Pero yo no había caído realmente en cuenta de que aquella caja organizadora para poner la billetera, el reloj, el lapicero, las monedas, el encendedor (en aquellos días, muchos hombres fumaban), era para MI PAPÁ.
¡¿Y ahora?!, pensé con las manos frías. ¿Cómo llegaba a casa con aquella afrenta para mamá? ¿Cómo ocultar semejante obsequio? ¿Lo botaba? ¿Lo dejaba por ahí, con lo que me había costado?
Los problemas de los niños son terribles. No se comparan con el de ningún adulto. Aunque en apariencia son fáciles de resolver, para el pequeño que los sufre no hay arreglo posible. ¡Son auténticas tragedias griegas!
Aquel paquete era, para mí, una traición solo comparable con la de Bruto contra César.
¿Qué explicación aplacaría la sorpresa, el asombro, la decepción de mi madre, al ver que su hija menor había pasado las últimas cuatro semanas haciendo un presente para el que en ese momento era más conocido como el innombrable?
Además, el condenado regalo era más o menos grande; la maestra se había esmerado en que se viera rimbombante, y entre el bulto, la lonchera y el apuro, ni el mago Houdini habría podido hacerlo invisible.
Entré a la casa. El corazón me iba a estallar. Cuando mamá me vio subir las gradas, abrió los ojos y estableció una línea de puntos invisible en el presente. Yo me quedé congelada.
Ella preguntó: ¿Y ese regalo? Y de una forma desenfrenada, como cantaban los mafiosos en las películas de Humphrey Bogart, a voz en cuello y en una sola retahíla, solté la terrible verdad:
“Esquelaniñanospusoahaceresteregaloparalospapásporquevieneeldíadelpadreyyotuvequehacerlo, peroyonoselovoyadaraél,¡selovoyadarausté!”.
Silencio. Silencio terrible.
Mamá dibujó un gesto en su cara. Y cuando yo creía que la bomba de Hiroshima 2 iba a caer sobre casa, con una pequeña sonrisa, me dijo:
–No, mi amor, usted tiene papá. El domingo se lo da cuando venga.
Las palabras de mamá tenían –y tienen todavía– una extraña resonancia en mí. Tatuajes que, para bien o para mal, marcaron mi destino.
Aquella certeza irrefutable me dio paz.
Con mucho cuidado, coloqué el paquetico en el trinchante.
El domingo, me levanté temprano, me bañé y, cuando papá llegó para llevarme al cine, yo lo esperaba con un regalo envuelto en celofán y una sonrisa que iluminaba toda la calle del barrio.
Por eso digo que, en estas fechas especiales, hay que pensar en los hijos. Porque papás y mamás no somos más que orfebres de recuerdos. Dejamos hondas huellas en el alma de nuestros críos: a veces, indelebles, como tinta buena; a veces, como cicatrices.
Y por eso mismo aplaudo de pie a los papás que valoran cada segundo con su simiente. Merecido es festejarlos, no por la semillita que aportaron, sino por la grandeza silenciosa de su apoyo y compañía a lo largo de nuestra simple y mortal vida.
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.