La muerte es ingrata. Nos recuerda que es falsa la sensación de que siempre nos queda tiempo. Cuando entra en escena es imposible ocultar la contingencia de la vida.
La muerte es universal y omnipresente, y entrampa el gran desafío emocional de pendular entre la conciencia de mortandad y el deseo imposible de la inmortalidad.
Para los habitantes del siglo XXI, fascinados por la dominación de los avances de la ciencia, deseosos de vidas en las que se garantice que nada habrá que no esté anticipado y preestablecido, la muerte irrumpe como un desafío banal, como una suerte de malacrianza, que entorpece la armonía perfecta proclamada por los ideales posmodernos. Una vida finita aburre, frustra y deprime; se aferran a renegar de la idea de que la muerte arriesgadamente aparezca sin haberla esperado.
Pero sucede. La muerte llega, invade, desencaja. Se piensa, siente y vive como verdad. El encuentro con la muerte desajusta nuestro ritmo interior, nos enfrenta a un mundo azaroso, triste y hasta injusto, pero nunca malévolo.
La muerte existe porque le conviene a la vida; la finitud es una necesidad; sin embargo, como no existe representación en la mente para la propia muerte, la única posibilidad de contemplarla es como espectador.
La muerte no es sinónimo de abandono, sino de transformación. En el terreno difuso e inestable del duelo se alteran las relaciones, hay un desentendimiento frente a los cimientos subjetivos que solían anclarnos. El fallecimiento de un semejante implica la pérdida de un pequeño trozo de sí, como planteó Freud en los inicios del siglo pasado.
Perder a un ser querido causa desolación, aparece la tristeza por la propia vida que plantea un nuevo vacío, se fragmenta la historia personal y volver a unirla es fundamental, tarea que en un principio se presenta caótica, pero que, cuando hay acompañamiento y contención, la posibilidad de volver a enlazarse a la vida sorprende a propios y extraños.
Cada pérdida es única; sin embargo, frente a la muerte no hay respuestas aisladas. Los rituales sociales nos permiten conectarnos con lo que está sucediendo y enfrentar lo incierto y lo incomprensible.
Los rituales de despedida son fundamentales para socializar con la muerte, para humanizar el sufrimiento, para reencontrar la vitalidad y para elaborar algunas respuestas propias.
Asimilar la muerte toma tiempo y esfuerzo, requiere estar dispuestos a no retroceder, no obstante la ineludible verdad de que la vida no tiene pérdidas. Para la psiquiatra experta en el tema de la muerte Elisabeth Kübler-Ross, las personas que han conocido el sufrimiento y la pérdida tienen una apreciación, una sensibilidad y una comprensión de la vida que las llena de compasión y humildad; han aprendido a salir de las profundidades, comprenden que no se trata de «superar» la pérdida, sino de sanarla y reconstruir alrededor de ella.
El trabajo del duelo no se hace para soltar a nuestros muertos, sino para sostener y transformar nuestros lazos con ellos. Sobre esto último, entonces, ¿qué puede resolverse frente al disparate de la muerte? Animarse a disfrutar y a amar, porque, de todas maneras, sobre el dolor de la muerte siempre se hará la luz.
La autora es psicóloga y psicoanalista.