
Crecí en una casa sin libros. Mis padres leían el periódico, pero entre los agotadores empleos, los bajos salarios y tres hijos ruidosos, los libros nunca entraron en la lista de compras. Llegaron, eso sí, cuando mi papá compró —a pagos— una enciclopedia de 24 tomos. Estaba convencido de que su hija, la que iría a la universidad, iba a necesitar poder buscar información. Aún recuerdo su rostro de orgullo y emoción cuando me la mostró.
Pocos años después enfermó y, con más tiempo libre, solía abrir la enciclopedia al azar para leer sobre cualquier tema.
Aunque en casa no abundaban los libros, yo siempre pude leer. Cada sábado estacionaba mi bicicleta frente a la biblioteca pública del pueblo para devolver los ejemplares prestados y elegir otros. Era mi ritual favorito.
Veinte años después, llevé a mis hijos pequeños a una biblioteca más moderna. Allí disfrutaron de espacios acogedores donde podían explorar entre cajas, estantes y mesas repletas de libros, audiolibros y juegos. Aun antes de saber leer, escogían los cuentos por los dibujos y yo se los leía en la noche.
Fue en Bélgica, cierto, un país con más recursos. Pero la diferencia, más que en el dinero, radica en el acceso fácil y asequible a los libros.
Hoy, cuando la comprensión lectora ha caído a niveles alarmantes en Costa Rica –como lo señala el X Informe del Estado de la Educación–, es urgente recordar una verdad sencilla: la mejor forma de mejorar la lectura es leer. Y para leer, hay que disfrutarlo. No debe ser un “debo leer”, sino un “quiero leer”. Los libros, físicos o digitales, deben tener un lugar en el tiempo de ocio.
Costa Rica cuenta con 60 bibliotecas públicas. Muchas ofrecen espacios agradables, libros para todas las edades y personal entusiasta. Algunas incluso tienen jardines. Sin embargo, su horario de lunes a viernes, de 10 a. m. a 6 p. m., dificulta el acceso para estudiantes que asisten a clases durante esas horas. Los de secundaria solo podrían llegar si viven cerca; los de primaria, únicamente si un adulto los acompaña a media tarde.
Esa limitación se refleja en la realidad: la mayoría de actividades de las bibliotecas –salvo en vacaciones– están dirigidas a personas adultas y adultas mayores. Cumplen una función social importante, sí, pero no alcanzan a los jóvenes que más necesitan descubrir el placer de leer.
Nada es más enriquecedor que un niño visitando la biblioteca con su madre o su padre, escogiendo un libro y disfrutando juntos de un rato de lectura. Ese gesto simple cultiva el amor por las palabras y crea recuerdos familiares que perduran.
Abrir las bibliotecas los sábados sería un buen paso, pero no suficiente. Para fomentar de verdad el hábito lector se necesita coordinación con los centros educativos. Desde ahí se puede guiar a los estudiantes hacia las bibliotecas, motivarlos a explorar sus colecciones físicas o digitales y hacer de la lectura una actividad compartida.
Los jóvenes de últimos años de secundaria, por ejemplo, podrían incluir en su Trabajo Comunal Estudiantil actividades de lectura con niños de primero y segundo grado, o juegos inspirados en cuentos. Sería una experiencia de aprendizaje y alegría para ambos.
También podrían organizarse ferias de libros de segunda mano, donde los menores encuentren ejemplares a precios accesibles. Quienes amamos leer sabemos que muchos libros se quedan luego olvidados en los estantes; darles una segunda vida y ponerlos en manos de nuevos lectores es una manera sencilla y poderosa de compartir cultura.
La crisis de comprensión lectora que vive el país solo se resolverá con acciones concretas que acerquen los libros a niños y jóvenes. Para ello, bibliotecas públicas, escuelas y familias deben trabajar juntas. Abrir espacios, ajustar horarios, involucrar a los padres y dar nueva vida a los libros son pasos indispensables para rescatar el hábito lector. Es hora de ponernos creativos.
Linda de Donder es la directora de la Fundación Tejedores de Sueños.