
El pasado sábado 5 de julio, un sacerdote de 35 años fue hallado sin vida en su residencia parroquial de Cannobio, en la región del Piamonte, Italia.
Al parecer, le correspondía la presidencia de la misa en horas de la mañana. Empezó a resultar extraño su atraso. No llegaba. Y el tiempo pasaba. No contestaba llamadas ni mensajes. Y el tiempo pasaba. Fueron a buscarlo. Forzaron la puerta de su habitación. Y lo encontraron.
Ya no estaba Mateo. Tan solo estaba su cuerpo exánime, yerto. Y junto a su cuerpo, la confesión más profunda, íntima y verdadera de su vida, y más que eso, ¡de la vida!
Camus decía que matarse, en cierto sentido es confesar. ¿Confesar qué? Que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la comprende, nos dice el filósofo del absurdo.
Los que estaban junto a Mateo, curiosamente, empezaron a notar su ausencia porque no cumplía su oficio, porque no hacía lo que se suponía que debía hacer: cumplir con un rol, presentarse a una determinada hora, asumir responsabilidades, asistir a reuniones y siempre estar de pie, como un árbol, aunque por dentro estuviera muerto (Casona).
Y este fue precisamente el detonante: no estar de pie. No estar en punto. No estar como los demás requieren, ni cuando requieren, ni como requieren, ni para lo que requieren. Que no estuviera enhiesto y que su posición fuera la del caído-ausente, fue el detonante que desencadenó la preocupación de quienes debieron preocuparse por él desde mucho antes.
Su silencio. Su no-presencia. Su ausencia. O quizá sea mejor decir su presencia-ausencia, no habían sido notados por los que estaban a su lado. Hasta que tomaron consciencia de que cuando el espíritu calla, habla la nostalgia. ¡Y sus gritos son ensordecedores en un mundo que ha perdido la sensibilidad por el silencio! Y cuando esta se hace notar, haciendo evidente lo innombrable, el mundo se derrumba. Se hace evidente su verdad más profunda, su disgregación más grave y patológica. Solo quien ágilmente recoge su infinidad de pedazos destrozados, y con habilidad y paciencia lograr zurcir el aparente divorcio entre la persona y su vida, incorpora un revolucionario movimiento de la consciencia.
A propósito de esto, recuerdo la obra teatral Prohibido suicidarse en primavera de Alejandro Rodríguez Álvarez, mejor conocido como Alejandro Casona. La obra se desarrolla en un hogar, una especie de clínica donde las personas con deseos de morir se acercan para consumar su propósito. Sin embargo, todo está diseñado para procurar lo contrario. El paciente ahí internado va aplazando su intención y diluyendo el sentido de la muerte. Su pasado trágico va perdiendo fuerza, va abriendo caminos en un provenir insospechado, hasta que “¡(…) el ansia caliente de vivir se le abraza a las entrañas como un grito!”.
Ya no es el grito de la nostalgia que aboga por cercanía, es el grito de la esperanza que se abre paso, firme y decidido, porque, aunque el dolor sigue existiendo, si es compartido, es medio dolor, y aunque la absurdidad sigue mordiendo la existencia, quien logra encontrar un por qué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo (Nietzsche, Frankl).
Y recalco el adverbio “casi”, que quiere decir “no totalmente, falta poco para ellos”, porque, como bien dice Casona en boca del Doctor Roda, la vida es un deber, pero para quienes llegan a cierto límite, es un deber bien penoso. Solo quien es capaz de comprender el dolor de quien llega al límite de un “deber penoso”, guarda silencio respetuoso ante una vida que se interrumpe abruptamente.
Mateo, querido hermano, no lo sé, no sé si algún día vaya a saberlo, ni siquiera sé si es importante saberlo o no, solo lo intuyo, y la compasión me mueve a hacerlo, en nombre incluso de tantos que he escuchado en estos años en circunstancias similares: desde algún “lugar del ser”, presiento que escuchas estas palabras. Porque tu vida, como la de muchos en el mundo a los cuales la existencia se les convirtió en una inmensa irracionalidad y un peso insoportable, son algo más que un telón que cae inesperadamente. De algún modo también son la primavera que trae siempre consigo “una flor y una promesa para todos”.
dariomoyaaraya@hotmail.com
Álvaro Darío Moya Araya es presbítero.