
Ella, de 15 años, era desinhibida, osada y pícara; yo, con 17 años, era reservado, cauteloso, tímido.
Nos conocimos un domingo de 1979 en la iglesia. Ambos estábamos sentados en las últimas bancas del templo, solo que ella en la del ala derecha y yo en la de la izquierda, con un pasillo de por medio.
Apenas daba inicio el servicio religioso cuando nuestras miradas se encontraron. Ella reaccionó de inmediato: me sorprendió con un guiño coqueto; yo me puse rojo como un tomate maduro y ella sonrió; se dio cuenta de que me aventajaba en materia de flirteos.
En cuanto salimos de la iglesia, al mediodía, se acercó con determinación, se presentó, me dijo que me había visto en un bus de Sabana-Cementerio el jueves anterior y que yo le había gustado de inmediato. Después me dio un trozo de papel en el que había anotado su número de teléfono.
“¿Me va a llamar, verdad?”, me preguntó. Le respondí que sí y le di mi número telefónico.
Estaba almorzando con mi familia cuando timbró el teléfono. Mi padre se levantó de la mesa y atendió la llamada. “Sí, habla con David”… después de unos segundos, sonrió y dijo: “Disculpe, señorita, supongo que usted quiere hablar con David hijo; ya se lo paso”.
“Aló”, dije. “¡Qué vergüenza, yo soltándole los perros pensando que estaba hablando con usted y resulta que era mi suegro”, disparó ella. Hablamos poco y colgamos. Eso del suegro quedó haciendo eco en mi cabeza.
Al día siguiente me llamó de nuevo al final de la tarde. “Estoy de visita en su barrio, en la casa de unas primas. ¿Va a venir a verme o también tengo que ir a traerlo?”. Me hizo reír.
Llegué a la casa de sus primas, toqué la puerta y salió ella. De inmediato, me propuso ir a caminar por San Pedro de Montes de Oca.
Lo confieso: me sentía asustado, sin la menor idea de qué hacer; como dicen popularmente, “me encloché”, me quedé en neutro. Por suerte, ella hablaba en modo tarabilla, hasta por los codos.
Repitió el relato del bus Sabana-Cementerio y hasta describió con lujo de detalles la camisa que yo vestía ese día. “Estuve a punto de sentarme a la par suya y meterle conversación, pero me dio pena que usted pensara que yo era una mandada”. “¡Seguro que no!”, pensé, pero guardé silencio.
Me gustaron sus pecas…
Caminamos hasta el parque Kennedy y de allí bajamos hacia el oeste, rumbo al Salón de Patines Music. Aún no existían la rotonda de la Hispanidad ni el Mall San Pedro, faltaban tres años para que la primera de esas obras formara parte del paisaje urbano, y 16 para que apareciera la segunda.
En cuestión de pocos minutos, llegamos al bulevar que conduce hacia la cafetería Giacomín y el Auto Mercado Los Yoses.
“Bueno, papito, ya yo hablé mucho. Ahora le toca a usted”, me ordenó cuando emprendimos el regreso caminando a velocidad de oso perezoso por el mismo bulevar.
Me gustaron sus pecas, las cuales admiré a la luz de las lámparas del alumbrado público. Me encantó su voz, la cual escuché en medio de los motores de buses, carros, motos y camiones. Me atrapó su sonrisa, incipiente cuarto menguante que me eclipsó.
Le conté que cursaba Estudios Generales en la Universidad de Costa Rica, que estaba probando suerte en las divisiones menores del Deportivo Saprissa y que lo que más me gustaba hacer era pescar.
Hablé también de mis padres, mis hermanos, mi infancia en San Ramón y Liberia, y el trabajo temporal que realizaba en la morgue del Hospital Calderón Guardia.
De repente, me interrumpió y se lanzó a la ofensiva: “Estaba pensando en lo curiosa que es la vida”, expresó e hizo una pausa que aprovechó para pararse frente a mí. “Hace precisamente un año me dieron mi primer beso en la boca”.
No sé cómo lo hice, pero reaccioné: “Y hoy le van a dar el segundo”, manifesté. Y nos besamos.
Ese fue el segundo beso de amor que ella recibió, en tanto que en mi caso fue el primero.
Inolvidable…
José David Guevara Muñoz es periodista.