Como una palpable manifestación del peligro de la enseñanza de la tecnología como un fin en sí mismo o proceso deshumanizante, vivimos el quebranto y empobrecimiento de la palabra, eso que constituye, como se ha dicho, la esencia misma del ser humano (animal con palabras).
Continuando con las ideas que expuse en el artículo «La humanidad necesita las humanidades» (12/5/2021), se ha llegado mucho más allá de lo que ya decía Dámaso Alonso del «siglo de siglas» del pasado que, al menos, alguna referencia mantenía con la lengua natural, sino a unos signos ajenos y unívocos que ya no remiten a cosas, y menos a sentimientos o ideas complejas, perdiendo así la riqueza y densidad paradigmática de la palabra y, por qué no decirlo, su encanto musical y las múltiples posibilidades de aliarse sintagmáticamente.
Junto con los indiscutibles beneficios, paradójicamente, en esta etapa en que la comunicación alcanza, hasta hace poco, niveles impensables, se ha acentuado, a la vez, como otra lamentable pandemia, la soledad.
Por ello, no resulta extraño que en tres países de avanzada economía y consecuente tecnología se haya pensado en crear ministerios de la soledad.
En esta frenética carrera de la ciencia y la tecnología, como el tren de finales de Cien años de soledad, cada vez más acelerado y de imposible regreso, podría hacerse una pregunta, tal vez en apariencia baladí, pero a la vez primordial para el hombre de «carne y hueso»: toda la comodidad y simplificación que la tecnología ofrece actualmente en la vida cotidiana y común, ¿hace que el hombre sea, digamos, más «feliz» y sacie esa intrínseca necesidad de completarse?
Como muchas veces, la literatura, con luminosa sabiduría, ha simbolizado este dramático conflicto. Así, por ejemplo, Azorín, tomando el verso de un texto amatorio de Garcilaso, «no me podrán quitar el dolorido sentir», lo universaliza en tres hitos cambiantes de la historia en un hombre que contempla los revolucionarios cambios de cada uno de sus momentos (Renacimiento, Revolución francesa, Revolución Industrial), y en los tres, en un emblemático gesto, lo describe con la cabeza apoyada en la palma de su mano y en los ojos «una profunda, indefinible tristeza».
El texto (Una ciudad y un balcón) concluye: «Progresará maravillosamente la especie humana; se realizarán las más fecundas transformaciones. Junto a un balcón, en una ciudad, en una casa, siempre habrá un hombre con la cabeza, meditadora y triste, reclinada en la mano. No le podrán quitar el dolorido sentir».
De igual manera, otro profundo sabio de la poesía, Borges, cala en esta realidad recordando a Heráclito en el poema Son los ríos, apología del cambio inexorable, esencia y motivo de preocupación permanente para el hombre: «Somos agua, no el diamante duro,/ la que se pierde, no la que reposa.../ todo nos dijo adiós, todo se aleja/ y sin embargo hay algo que se queda/ y sin embargo hay algo que se queja».
Ciencia, tecnología y humanidades se hermanan complementariamente. Ignorarlo o separar alguna de ellas con fines didácticos y profesionales mutila el verdadero conocimiento humano, que debe ser el fin último de la Universidad, como el universo que debe ser.
El autor es catedrático de la UCR.