
Estados Unidos es, sin duda, uno de los países más influyentes del mundo. Algunos lo describen como el lugar que “reúne al mundo”, gracias a su diversidad cultural y su rol histórico como destino de la emigración global. No es casual que se diga: “cuando EE. UU. estornuda, el mundo se resfría”.
Hoy, ese país atraviesa una etapa convulsa, marcada por controversias en múltiples frentes. Basta con mencionar algunos ejemplos: la persistente discriminación racial, los ataques a la academia y a la libertad de expresión; una diplomacia errática y agresiva, con tintes anexionistas; la tensión entre los poderes estatal y federal; una política arancelaria que oscila entre la negociación y el proteccionismo; el debilitamiento del sistema sanitario que afecta sobre todo a las personas de bajos ingresos, y los recortes de impuestos a los más pudientes.
A esto se suma la eliminación de la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID), tanto en su dimensión de respuesta a emergencias como de cooperación al desarrollo.
También se perciben señales preocupantes: la confusión entre lo público y lo privado desde el poder; iniciativas como el DOGE, que no entresacan lo malo dejando lo bueno, y visos de autoritarismo que alimentan una creciente polarización social. Estas no son suposiciones mías.
Todos somos testigos de estos acontecimientos y de los análisis que diversos medios y expertos comparten. Si bien muchas de estas medidas pueden revertirse –como suele ocurrir en este gobierno que frecuentemente da marcha atrás ante decisiones “medio horneadas”–, existen otras que, una vez tomadas, generan impactos irreversibles.
Tal es el caso del medio ambiente. Uno de los mayores retrocesos actuales es el desmantelamiento de políticas orientadas a la adopción de energías limpias y al apoyo de tecnologías innovadoras de descontaminación.
En este sentido, la cancelación del programa Direct Air Capture (DAC), una tecnología para remover dióxido de carbono directamente del aire, representa un golpe especialmente grave. EE. UU. es un país tan vasto y poderoso, con una economía tan diversificada, que sus decisiones energéticas trascienden sus fronteras.
Cuando se retira del liderazgo climático, acuerdos internacionales alcanzados en el marco de la ONU pierden fuerza y credibilidad. La duda crece: ¿hay o no un compromiso real con la sostenibilidad a largo plazo?
La cancelación del DAC se justifica, irónicamente, por el renovado impulso a la extracción y quema de petróleo. Sin el desarrollo de esta tecnología, millardos de toneladas de gases contaminantes pasarán a formar parte de una atmósfera cada vez más hostil para la vida humana y la naturaleza. El programa contaba con un presupuesto de $3.700 millones, modesto para la escala estadounidense, pero clave para implementar este modelo de limpieza atmosférica justo cuando aún hay tiempo para actuar.
Hoy, cerca de 800 proyectos de energía limpia quedan suspendidos, sin respaldo. El impacto ambiental global de esta decisión podría ser devastador. Alrededor de 800 empresas estaban innovando en el marco del DAC. Sin apoyo federal, muchas desaparecerán.
Esto compromete no solo las metas climáticas y el liderazgo tecnológico de EE. UU., sino también la inversión, la credibilidad internacional y los compromisos adquiridos con la comunidad global.
La confianza, en este contexto, podría perderse irreversiblemente. Medios como Associated Press, Financial Times y The Wall Street Journal ya han reportado estos acontecimientos.
Vivimos en un planeta extraordinario, una joya sin comparación en el universo observable –hasta donde alcanzamos a ver, unos 46.500 millones de años luz a la redonda–. Ignoramos si hay vida en otro rincón del cosmos. Tal vez, el Gran Arquitecto del Universo nos eligió para algo más y estamos fallando. Al eliminar el DAC, en lugar de revertir el daño ambiental, estamos acelerando nuestro propio proceso autodestructivo.
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Carlos Manuel Echeverría Esquivel es economista.
