Noto con gran preocupación algunos excesos y abusos en la tramitación de investigaciones penales. Desde luego, no pretendo incurrir en generalizaciones, siempre odiosas e injustas, pero sí denunciar actuaciones que, como abogado y ciudadano, me causan honda preocupación.
El jurista italiano Luigi Ferrajoli señala que la principal garantía para el funcionamiento de la justicia es la “responsabilidad social, que se expresa en la más amplia sujeción de las resoluciones judiciales a la crítica de la opinión pública”. Esto vale también para los demás actores en el proceso penal.
El derecho penal es el instrumento de sanción estatal que se ejerce con mayor violencia sobre el individuo. Por ende, su uso debe regirse por una serie de principios y garantías constitucionales, herencia de la filosofía de la Ilustración, que limitan el poder penal del Estado y protegen a las personas de abusos y arbitrariedades. Garantías como la presunción de inocencia o el debido proceso se han erigido incluso en rasgos propios de un Estado democrático de derecho.
El proceso penal es el mecanismo mediante el cual se investiga la comisión de hechos delictivos y se aplica el derecho penal de fondo, absolviendo o condenando al imputado. Ahora bien, hay un abuso del poder punitivo estatal cuando el proceso se utiliza como sanción en sí mismo, como manera de castigar al investigado antes de la sentencia firme.
La desnaturalización se da, por ejemplo, cuando se usa la prisión preventiva como mecanismo de sanción anticipada y no como medio para evitar peligros como la fuga o la obstaculización de la investigación. La tentación de la prisión preventiva es proporcional a la atención mediática que suscita el caso, y es percibida, en ocasiones, como la medida “natural” o “evidente”.
Si bien es la más relevante por su simbolismo y consecuencias, el mal uso de las medidas cautelares no se da exclusivamente con la prisión preventiva. Recientemente, el fiscal a cargo de la Operación Diamante declaró que la suspensión del cargo de los alcaldes investigados “además sienta un precedente para las demás personas de elección popular... algo que casi nunca, o nunca se ha dado en el país” y que sacarlos de su trabajo completamente era la medida más gravosa que se podía determinar.
En un derecho penal garantista como el nuestro, las medidas cautelares no deben ser nunca “las más gravosas”, sino al revés, las mínimas indispensables para alcanzar el fin procesal que se persigue. Esas medidas tampoco deben ser usadas para sentar precedentes, pues de eso se encarga la jurisprudencia, ni para mandar mensajes a nadie, ni generar una especie de prevención especial negativa que supuestamente evitaría la comisión de hechos similares mediante la intimidación.
Es cuestionable también la actuación de la fiscalía cuando detiene a investigados y los traslada esposados a las celdas del Poder Judicial, donde los mantiene durante días y noches, mientras se tramita una audiencia judicial en la que no pedirá la prisión preventiva. ¿Qué sentido tiene la detención si no se pretende luego privar de libertad al investigado? Jurídicamente, ninguno. Se logra, eso sí, el escarnio público y la “pena mediática”, pero para eso no está el proceso penal. Por más que las autoridades quieran escudarse en “protocolos policiales”, los derechos fundamentales están por encima de todo protocolo.
He visto con perplejidad casos acusados por el Ministerio Público con bombos y platillos, pero en los que el imputado resultó absuelto y la fiscalía regañada, por considerar el tribunal que se acusó sin pruebas, o bien, cuando el tribunal no solo absuelve al acusado, sino también considera que la fiscalía ofreció a una testigo, a su vez fiscal, que habría mentido bajo juramento, como sucedió recientemente en otro hecho muy publicitado. Del mal uso del derecho penal se llega al abuso, y de ahí, fácilmente, a lo perverso.
Me preocupa constatar que el OIJ se excede y no solo presenta objetivamente los hallazgos de intervenciones telefónicas, sino que los acompaña de las apreciaciones y valoraciones subjetivas de quienes prepararon el informe, convertidos en glosadores de las conversaciones intervenidas.
Esos informes, que se producen en etapas tempranas del proceso y luego pueden confirmarse o descartarse, se filtran regularmente a la prensa, convenientemente para la fiscalía mientras se discute la petición de prisión preventiva o medidas cautelares. El fenómeno, pan nuestro de cada día, puede constituirse en mecanismo de presión sobre el juez y afectar la independencia e imparcialidad judicial, por no mencionar los efectos perniciosos sobre la presunción de inocencia.
A lo anterior se agregan procederes deleznables, cuando por ese medio se podrían afectar honras ajenas, por ejemplo, al expresidente del Tribunal Supremo de Elecciones, con ligereza, lo involucraron en algo en lo que no tenía nada que ver, o cuando se erigen en inquisidores morales y juzgan un mensaje enviado por el presidente de la Corte a un imputado. Si la policía considera que el mensaje es un hecho penalmente relevante, que lo investigue, pero el juzgamiento moral déjeselo a la conciencia de cada quien.
No se malentienda la denuncia de estos abusos y disfunciones del poder penal como una crítica a la labor del Ministerio Público y el OIJ en la lucha contra la corrupción.
La corrupción es un mal que carcome y debilita nuestra democracia, que debe combatirse vigorosamente y castigarse siempre que corresponda. No puedo menos que aplaudir los esfuerzos del Poder Judicial por poner coto a la corrupción, pero esa lucha debe librarse de conformidad con los principios de un derecho penal garantista, en el que el fin no justifica los medios.
El autor es abogado.