
Nací asmático hace casi 50 años, en el Hospital Max Peralta, de la Vieja Metrópoli. En aquella época, los tratamientos médicos disponibles contra el asma no eran tan buenos ni tan eficaces como los que tenemos hoy. Los medicamentos de los años 70 y 80 los encontramos hoy en los libros de historia de la medicina.
A pesar de que mi madre me cuidaba muchísimo y me administraban los tratamientos al pie de la letra, mis crisis de asma (broncoespasmo severo) eran muy frecuentes. Pasé mucho tiempo en Emergencias del hospital de Cartago y, durante los dos años que vivimos en Alajuela, en el Hospital San Rafael (el edificio viejo, donde con tanto cariño y dedicación me atendió muchas veces el doctor Carlos Navarro, a quien le agradezco con el alma).
Si el asunto no mejoraba, me trasladaban al Hospital Nacional de Niños (HNN). Me acostumbré a estar hospitalizado por varios días, mientras los médicos trataban de estabilizar mi condición. Tengo muy vivos recuerdos de largas semanas, lleno de tristeza en el salón de Pediatría del HNN, esperando el consuelo de mi madre que, por supuesto, tenía que trabajar para llevar el sustento al hogar.
Mis crisis de asma se me hacían eternas. Me quedaba viendo fijamente el tanque de oxígeno, las conexiones de mi mascarilla con su reservorio y el humidificador Ohio (en aquella época, no tenía ni la menor idea de qué era “Ohio”, hasta que los años me enseñaron que era un estado de la unión americana).
Tener broncoespasmo (el ahogo típico del asma) es algo espantoso, a lo que uno tristemente se acostumbraba. Me restringieron el frío, la actividad física y cosas que pudieran provocar alguna alergia.
Mi pediatra alergólogo era el doctor Jorge Manuel Monge Fallas, que de Dios goce. Un gran médico, formado en los Estados Unidos. Era un señor de los de antes: impecablemente vestido, con sus anteojos gruesos, el infaltable bigote y por cierto, escribía rapidísimo, en las máquinas de escribir de la época, las recetas de Ventolín, Intal y Teofilina.
Mis papás hacían un sacrificio económico enorme para llevarme de vez en cuando a su consultorio privado, para que me hiciera las pruebas cutáneas de alergias y me preparara mis vacunas. ¡Inolvidable!
Manteca con sal y tomar sangre de zorro
En medio de la desesperación de mis papás y abuelos por mis interminables crisis de asma, me daban cualquier “remedio casero” que aparecía o les recomendaban sus conocidos.
Solo para citar algunos ejemplos: me llenaban de manteca con sal tibia, untada en el pecho, y luego me envolvían en hojas de tabaco.
Me ponían periódicos calientes en la espalda después de la “frotación” con enjundia de gallina.
Me pusieron a tomar sangre de zorro, aceite de bacalao y batidos de “los abejones del maní” con leche, entre otras cosas.
Con frecuencia, me ponían por largas horas a aspirar aceite de eucalipto o me encerraban en mi cuarto con un vaporizador (exacto, ¡lo más parecido que encontraron a un baño sauna!).
Me llevaron al “indio de Pérez Zeledón”, que me cortó un mechón de pelo y lo incrustó en un palo de guayaba.
Y en la época en la que se creía en la homeopatía, me llevaban donde el “homeópata” famoso de aquellos tiempos para que me recetara bolitas de agua con azúcar de nombre extraño. Irónicamente, el señor homeópata fue paciente mío 40 años después por problemas de próstata, que, claramente, no pudo resolver con sus tratamientos “homeopáticos”.
Para rematar, me consiguieron un perro chihuahua, pues se creía que “se le pasaba el asma del dueño” y uno se curaba.
Ustedes tienen absolutamente claro que nada funcionó y mis crisis de asma continuaron. El famoso “indio de Pérez Zeledón” básicamente les robó la plata a mis abuelos. Y, por supuesto, ¡mi perro chihuahua jamás tuvo ni media crisis de asma, mientras yo seguía igual o peor!
Hoy quiero usar mi vivencia personal como un fiel testimonio de que los remedios caseros, la “medicina alternativa”, la homeopatía y acudir a curanderos son, tristemente, una pérdida de tiempo y de dinero. Decidí ser médico desde que era un güila, pues mi mamá decía que yo iba a estudiar Medicina “para que los niños no pasaran tantas cosas feas como me tocaron a mí”.
Mi asma se fue quitando cuando entré a la pubertad. Dejé de ser un asmático severo a tener lo que en medicina se conoce como “asma episódica infrecuente”. Ahora vivo una vida normal, con crisis sumamente leves y de forma muy esporádica, que se quitan con facilidad con un inhalador. Puedo hacer ejercicio sin restricciones. Mi asma fue desapareciendo sola, acorde a la historia natural de la enfermedad.
La vida y los años me alejaron de la pediatría, pero no de mi vocación. Ahora, más que nunca, tengo clarísimo que somos gente de ciencia y estamos para brindar alivio a nuestros pacientes, quienes confían en nosotros su bien más preciado: la salud.
La medicina es un arte que se debe ejercer con absoluta honradez y creyendo siempre en la evidencia científica.
Hoy concluyo agradeciéndole a mi madre, Lidiette, por ser la mejor mamá que pude tener, por darme su apoyo incondicional en mis peores momentos y porque, sin ella, mi sueño de ser médico nunca se habría hecho realidad.
aarley@medicos.cr
Andrés Arley Vargas es médico urólogo y presidente de la Asociación Costarricense de Cirugía Urológica.