En el entramado de las decisiones políticas contemporáneas, pocas medidas han tenido un impacto tan profundo en la economía global como los aranceles comerciales promovidos durante la administración de Donald Trump.
Bajo la premisa de proteger la industria y el empleo estadounidense, la política arancelaria de Trump se inscribió en una lógica de nacionalismo económico que, sin embargo, reconfiguró no solo cadenas de suministro o flujos de capital, sino también circuitos menos evidentes como el ecosistema global del arte.
¿Cómo se articula una política de cierres económicos en un mercado como el del arte, que depende esencialmente del tránsito, la porosidad cultural y la circulación simbólica? A continuación, se propone una reflexión filosófica sobre los efectos de esta política arancelaria en el mercado del arte, a la luz de conceptos como cosmopolitismo, valor simbólico y libertad creativa.
Los aranceles impulsados por la administración Trump, en particular los aplicados a productos provenientes de China y Europa, no hicieron distinciones significativas entre bienes de consumo y obras de arte. Pinturas, esculturas, antigüedades e incluso fotografías se vieron sujetas a tarifas de importación de hasta el 25%.
Lo que en principio podía parecer una medida económica encierra implicaciones ontológicas y éticas de mayor calado: se transforma la obra de arte en mercancía sujeta a las reglas proteccionistas de una nación, rompiendo con una tradición que, desde Kant hasta Appiah, ha defendido el arte como un bien cosmopolita, capaz de superar las barreras nacionales y culturales.
Desde una perspectiva kantiana, el arte representa una forma de juicio estético que, en tanto desinteresado, tiene el potencial de generar un acuerdo universal subjetivo: es decir, el arte puede ser comprendido y valorado más allá de sus coordenadas culturales o geográficas.
La imposición de aranceles rompe con esta universalidad al subordinar el arte a las lógicas del Estado-nación. El coleccionismo, las ferias internacionales y los museos privados (principales vehículos del arte contemporáneo) dependen de un ecosistema libre y fluido. Al encarecerse las importaciones, el arte extranjero se vuelve menos accesible, se retrae la diversidad estética y se favorece un nacionalismo curatorial que empobrece el diálogo intercultural.
Asimismo, si se considera el arte como una forma de capital simbólico, como ha señalado Pierre Bourdieu, los aranceles introducen una distorsión peligrosa: el valor simbólico de una obra no solo dependerá de su calidad estética o reconocimiento institucional, sino de su procedencia geopolítica. De esta manera, se corre el riesgo de configurar un nuevo tipo de censura económica, donde las obras extranjeras queden relegadas no por su falta de mérito, sino por una barrera fiscal que altera su viabilidad de circulación.
Las consecuencias también se hacen sentir en el ámbito ético. En un mundo donde el arte ha servido como espacio de resistencia, de crítica social y de reconstrucción histórica, limitar su circulación es restringir también las posibilidades del pensamiento crítico y la conciencia global. El arte chino contemporáneo, por ejemplo, ha sido uno de los vehículos más potentes para denunciar censuras, desigualdades y contradicciones del régimen autoritario; dificultar su entrada en Estados Unidos implica también invisibilizar esas narrativas en uno de los principales foros de discusión del mundo occidental.
El arte, en tanto medio de expresión, trasciende el mero objeto comercial: es discurso, es memoria, es visión del mundo. Convertirlo en un bien más dentro de una guerra económica entre potencias globales es reducirlo a una lógica que no le pertenece. No se trata, por supuesto, de eliminar las regulaciones, sino de comprender que en el ámbito artístico, las decisiones comerciales tienen consecuencias culturales irreversibles.
En conclusión, los aranceles de la era Trump sobre bienes artísticos no deben ser leídos únicamente desde la lógica económica, sino como un síntoma de un repliegue filosófico más amplio: la erosión del cosmopolitismo y la reafirmación de los muros –físicos, económicos y simbólicos– en un mundo interconectado. En este contexto, defender la libre circulación del arte no es simplemente proteger un mercado, sino reivindicar un principio humanista: el arte como lenguaje común de la humanidad.
sprucetreesventures@gmail.com
Mauricio A. Rodríguez Hernández es escritor, periodista y editor.