«Miro el dolor del hambriento», decía César Vallejo, «y veo que su hambre anda tan lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta morir, saldría siempre de mi tumba brizna de yerba al menos». Nos persigue un indiferente silencio que nos aleja tanto del otro que obstruye selectivamente las voces de esa elusiva suerte de otredad cohabitante, cuya existencia nos cuesta tanto admitir.
Una otredad fundamentalmente insatisfecha, por demás necesitada y desprovista de las cosas que muchos damos por sentado. Volvemos la cara hacia el otro lado. La necesidad es una cosa hedionda y amenazante, nos hiere en el orgullo de sentirnos «diferentes».
Diferentes al resto de América Central, de privaciones y tumultos, diferentes porque somos blanquiticos: nos duele, justamente, en el mito de que somos solidarios.
Estamos cauterizados para no ver las más evidentes injusticias, absortos dentro de los reducidísimos confines de nuestra piel: toda demanda es un eco difuso para quien ha olvidado cómo escuchar. Pero esto es, no solo una enfermedad propia de nuestro país, hay que decirlo, es un signo de nuestro tiempo.
En el prefacio de la primera edición de La idea de la justicia de Amartya Sen, recordamos a Pip, protagonista de la obra de Dickens Grandes esperanzas, quien decía que «no hay nada que se perciba y se sienta con tanta agudeza como la injusticia». Sin embargo, aquellas grandes esperanzas que narra Pip son hoy una apagada y disoluta quimera en el mundo y en nuestro país.
Privación de oportunidades. Uno de cada diez niños será excluido del sistema educativo. Si pensamos en la casuística, la cuestión se torna más grave: no es lo mismo ser un niño del área metropolitana que una niña de la periferia; ellas tienen un 25 % más probabilidades de quedar excluidas del sistema educativo.
Si esto no sucede en el primer y segundo ciclo, pasará en la secundaria, grado en el cual la probabilidad agregada de resultar expulsada del sistema aumenta marginalmente.
El entorno social de la periferia no ofrece las mismas oportunidades que la región central. La desigualdad en perspectiva agregada (la más elevada en los últimos 30 años), que ya de por sí es pasmosa (el ingreso promedio del 20 % más rico fue cerca de 15 veces más grande que el del 20 % más pobre), es superada significativamente en algunas regiones. En la Brunca y Huetar Norte, la concentración de la riqueza supera el promedio nacional.
No es lo mismo nacer en Buenos Aires de Puntarenas, donde por tercer año consecutivo se muestran los índices de desarrollo humano menos halagadores, que en Belén o Montes de Oca.
La desigualdad se ha hecho tan manifiesta que, si somos lo suficientemente afortunados, desde Momentum Escazú, Multiplaza o el mercadito Combai es posible ver el sol poniéndose sobre Villa Esperanza o La Libertad.
Y con ignominiosa indolencia celebramos las aparentes emancipaciones que nos prodigan el sabernos afectos solo a la prisa de las tardes o a los infinitesimales espacios donde podemos permitirnos el lujo y el exceso.
Romantización de la pobreza. Ser, en la patriótica dimensión de existir en Costa Rica, implica la romantización de la pobreza: «Niño de Talamanca viaja diariamente siete kilómetros para asistir a su escuelita» y nos contentamos con un par de botas Colibrí y una capa. O «niña recibe sus lecciones virtuales a la orilla de la carretera para encontrar señal de Internet» y nos damos golpes de pecho con alguna que otra historia de superación, negando con ello el verdadero problema que subyace y persiste año tras año: la inquinada y oprobiosa desigualdad estructural.
En microhábitats coexisten realidades de lo más disímiles; hace 50 años las brechas se disimulaban porque el hijo del cogedor de café iba a la misma escuelita que el hijo del dueño del beneficio; hoy basta con nacer mujer en la costa o sencillamente un kilómetro muy al sur o muy al oeste para que la vida se marchite precozmente. La vida será una cuesta para todos, pero unos la recorren en bajada y otros en subida.
Hemos aprendido a dividir el átomo, pero no el pan. Sirva este recordatorio de las cosas que deben verdaderamente causar nuestro desvelo para reconsiderar nuestro privilegio y deshacernos de aquello que ha cauterizado nuestra empatía.
En ocasiones basta con mirar nuestra propia casa y las renuncias de las generaciones que nos preceden para saber que no somos sino el resultado de sus sacrificios y deserciones.
El autor es economista y abogado, especialista en Análisis de Efectividad de Políticas Públicas para el Desarrollo.