
Julieta fue una de mis maestras en la escuela Franklin D. Roosevelt. Su vida transcurrió en paz, sin arrogancia y sin presunción. Su distintivo eran los bellos pañuelos de seda en el cuello. Gané su aplauso un día que, junto con uno de mis compañeros, dramaticé la historia de Jonás. Actué con tan grandes gestos y estertores que nunca nadie pudo afirmar con certeza si representé al devorado o a la ballena.
Una mañana me entretuve comiendo jocotes en las gradas de la escuela y llegué tarde a la clase de Religión. Entré en el aula como si tal cosa, y la niña Julieta me fulminó con sus ojos. «Salga de mi clase y se disculpa. La impuntualidad es una falta de respeto, en primer lugar, para usted mismo y, en segundo lugar, para los demás».
La reprimenda quedó grabada en mi alma: la puntualidad es una responsabilidad y no un mérito. Es un compromiso personal y un deber para con los otros. En consecuencia, comprenderán mi estupor cuando la Sala Constitucional anuló la recompensa que recibían los funcionarios del Registro Nacional por llegar puntuales a su trabajo.
La distinción que se les otorgaba consistía en un día libre al año a cambio de seis meses de trabajo sin ausencias y sin llegadas tardías.
¿Desde cuándo la puntualidad es un suceso tan inusual que debe ser retribuido con un día libre? Estoy de acuerdo cuando se presentan circunstancias inesperadas, por ejemplo, el corte de agua sin aviso cuando se está en el baño, un quebranto de salud en la mañana o, como me ocurrió una vez, un malestar estomacal; sin embargo, no falta para quienes la impuntualidad es un hábito.
El día libre para los funcionarios del Registro Nacional es parte de los acuerdos contenidos en la convención colectiva. Inclinado a juzgar una convención colectiva como un ejercicio de sensatez entre patronos y trabajadores, sospecho que la frase en el Código de Trabajo, referida a la convenciones, «y las demás materias relativas a este» abre un descomunal cauce para que fluyan dispensas, exenciones, concesiones y todo aquello que signifique una oportunista ventaja personal.
En las convenciones colectivas se descubren cosas que crispan por el abuso en relación con las condiciones de otros trabajadores. Un bono adicional de cesantía del 100 % de las prestaciones. Horas no laboradas, pero pagadas, para gestiones personales. ¡Día libre cuando cumplen años! Una indemnización para cuando al trabajador se le reduzcan las horas extras, algo así como un desagravio económico por la ofensa recibida. Pago de la licencia de conducir. Transporte a sindicalistas.
La decencia me impidió seguir leyendo sobre más privilegios. No obstante, en tiempos recientes, se han limitado y reducido prerrogativas a los empleados públicos. Persuadidos a regañadientes de que los vientos nacionales pueden desencadenar tormentas y arrasar presupuestos y empleos, algunos sindicatos han moderado sus apetitos.
No pierdo la esperanza en que sindicatos y patronos, reunidos para revisar una próxima convención colectiva, practiquen alguna penitencia, como mi querida niña Julieta nos exhortaba a realizar cada vez que sentíamos que habíamos manchado nuestra alma con algún exceso personal.
El autor es educador jubilado.