
A menudo, llegan a mi mente recuerdos que me permiten visualizar a mi madre, doña Flora Sáenz Coto (1920-2014), ataviada con su delantal, y eso me inspiró a escribir sobre la vida diaria de esta prenda.
Mi madre, como costurera de fina aguja que fue, pasó gran parte de su vida, durante horas de horas, frente a su máquina de coser de marca Pfaff.
Al ritmo de un pedal movido al unísono por sus piernas, muchas veces cansadas por el trajín que implicaba atender a nuestro padre y a diez hijos, confeccionó numerosas prendas de vestir. Entre ellas, una innumerable cantidad de delantales lisos y estampados, los cuales convertía en obras de arte: hermosos paisajes con vuelos bordeados de caballitos, encajes, vivos o con puntillas de crochet, con botones y con tiras, al ritmo que marcaba en el bastidor la aguja enhebrada con hilos de pluma y filosedas de alegres colores.
Su felicidad fue donar estas prendas a las obras sociales de San Antonio en su amado Convento de los Capuchinos.
¡Qué recuerdo, madre! Verla protegiendo con el delantal sus vestidos de entre semana y, un poco más agraciado, el de “dominguear”. Ese delantal que cobraba vida cada vez que lo usaba para proteger sus manos como refuerzo del limpión con el que sujetaba la cazuela de arroz achiotado, cuya costra nos peleábamos como el mejor tesoro, así como las bandejas con pan dulce y otras delicias que nos encantaban y que muchas veces deleitaron a los asistentes a los turnos del Convento.
Me parece verla sosteniendo con este la cafetera cuando chorreaba el café, bebida que desprendía aromas que se esparcían por toda la casa, y cuando molía aquellas tortillas, simples o con queso, que convertía en ruedas de simetría perfecta, con las que nos dábamos gusto todos.
Y aun teniendo cogedores, los domingos se ponía su delantal blanco como perlas, para sacar del horno el plato enlozado rebosante de plátanos maduros y otro de color vino que contenía la ”chiricaya”, postre que hacía nuestras delicias como el mejor manjar de los dioses.
¡Cuántos usos dio mi madre a su delantal! Jugó como medio de transporte donde ella depositaba los huevos que ponían las gallinas diariamente y también la cosecha de la nidada de la gallina perdida, que, cuando clueca, se escapaba al potrero de al lado.
Muchas veces, esa prenda nos sirvió de refugio cuando nuestros cachetes se chillaban por alguna cosa y cuando, alborozados, jugábamos quedó y escondido y agarrados de sus tiras dábamos vueltas alrededor de mi madre y ella nos decía: “Muchachos locos, sosiéguense, que me van a botar”, pero también más de una vez me voló cuando se me destapaban los zapatos después de una buena brincada de mecate al son del “cocherito lelé”.
Se me escalofría el cuerpo al recordar cuando me refugiaba debajo de su delantal para protegerme del frío que hacía en el Cartago de entonces.
Y cuando el pobrecillo, con sus tejidos raídos, esperaba descansar, mi mamá lo sacaba presurosa de la caja del olvido para darles brillo a los muebles de nuestra vetusta casa, ante el anuncio de una visita inesperada.
En muchos momentos, me parece verla hurgando en la bolsa del delantal el cinco, el diez, la peseta, el cuatro, para comprar la manita de pan, el queso y algo más.
Hoy, ese precioso atuendo que ella usó y que un día me obsequió, lo conservo en su ropero de maderas añosas que desprenden el perfume que envuelve el recuerdo de una mujer tan especial, como lo fue mi madre.
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Esperanza María Cerdas Sáenz es periodista.