
Durante la Segunda Guerra Mundial, uno de cada diez bombarderos aliados no regresaba de sus misiones. Preocupado por las pérdidas, el alto mando ordenó que, apenas cada nave regresara, se registrara dónde había recibido más impactos. El plan era claro: había que identificar las zonas en las que se registraban más impactos, para reforzarlas. Hasta que apareció Abraham Wald. Este brillante estadístico húngaro sorprendió a todos al señalar que las naves debían ser blindadas no en las zonas más golpeadas, sino en aquellas que parecían intactas, pues “allí eran impactadas las naves que no volvían”.
Así nació uno de los ejemplos más famosos del sesgo del superviviente: la tendencia a sacar conclusiones observando solo a quienes superan un proceso, ignorando a los que quedan en el camino. Escuchamos a los que triunfaron (“yo emprendí con $500 y ahora tengo una empresa millonaria”) y olvidamos a los cientos que hicieron lo mismo y fracasaron. Y así construimos consejos, teorías y cursos enteros sobre un espejismo.
Un sesgo no es una simple equivocación. Es una manera sistemática, repetida y engañosa de procesar la información. Nuestro cerebro, que odia la incertidumbre y ama la eficiencia, recurre a atajos mentales para decidir rápido y ahorrar energía. Empero, esta velocidad muchas veces nos hace ver patrones donde no los hay, exagerar amenazas, ignorar datos contradictorios o aferrarnos a lo que ya creemos.
Así, vemos el mundo a través de unos anteojos. Pero estos anteojos tienen manchas, rayones y huellas. Otro filtro que nos nubla la mirada es el sesgo dicotómico: el impulso infantil de clasificar todo en blanco o negro, éxito o fracaso, héroes o villanos. Cuando nos dicen: “O estás conmigo o estás contra mí”, es el sesgo en acción. Esta forma binaria de pensar reduce la complejidad del mundo a caricaturas: sin matices, todo se vuelve extremo, y elegimos mal.
A lo anterior sumamos el sesgo negativo, que nos hace percibir lo malo con más intensidad, urgencia y permanencia que lo positivo. Un error en el informe opaca tres semanas de buen trabajo. Vemos el defecto como una amenaza al todo. La explicación es evolutiva: detectar amenazas aumentaba nuestras posibilidades de supervivencia. Pero en un entorno moderno, este sesgo nos hace obsesivos, inseguros y cínicos. Obsesionados por lo que falla, desatendemos lo que funciona.
Y aún hay otra trampa más: el sesgo egocéntrico, el rey de los espejos deformantes, que nos empuja a asumir que nuestra manera de ver las cosas es la única válida. Este pensamiento se sostiene en cuatro pilares tóxicos: la centralidad del yo (lo mío está bien), la ceguera hacia otras perspectivas (me cuesta ver el mundo desde los zapatos ajenos), el razonamiento sesgado (solo veo lo que me da la razón) y la resistencia al cambio (si me cuestionan, lo interpreto como un ataque).
Cada sesgo es una suciedad distinta en el lente: el del superviviente es una mancha que nos hace ver solo a quienes lo lograron, ignorando a los que fracasaron; el dicotómico es una raya que convierte los grises en blanco o negro; el sesgo negativo es un filtro oscuro que exagera lo malo y opaca lo bueno, y el sesgo egocéntrico es un espejo que refleja nuestra propia visión como si fuera la única válida. Y el problema es que no vemos la suciedad en el lente: creemos que así es el mundo.
Entonces, ¿qué podemos hacer? Primero, darnos cuenta. Reconocer que nuestra mente no es un espejo perfecto de la realidad, sino un traductor lleno de filtros. Segundo, cultivar lo que los filósofos llaman humildad epistémica: aceptar que podemos estar equivocados. Como decía el neurólogo Oliver Sacks: “El hecho de que alguien vea el mundo de forma distinta no significa que esté equivocado. Puede que vea lo que nosotros no alcanzamos a ver.” Y tercero, ejercitar el pensamiento crítico. Preguntarnos: ¿Podría haber otra explicación? ¿Estoy viendo todos los datos? ¿Estoy confundiendo una anécdota con un patrón?
Al final, pensar mejor no es solo un acto de inteligencia: es un acto de humildad. De limpiar nuestras gafas mentales una y otra vez, sabiendo que nunca estarán del todo limpias. Pero intentarlo ya es un paso. Como Abraham Wald demostró, a veces lo más peligroso no es lo que vemos, sino lo que decidimos no mirar.
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Enrique Margery Bertoglia es educador.