El diario británico The Guardian publicó el 11 de mayo una investigación con información que debería preocuparnos a todos.
Con el título Revealed: the ‘carbon bombs’ set to trigger catastrophic climate breakdown, el artículo describe cómo nuevos proyectos extractivos para la obtención de petróleo y gas natural se constituyen en “bombas de carbono”.
Los gases de efecto invernadero que emiten evitará la consecución de los objetivos acordados en el Acuerdo de París del 2015 y reafirmados en el Pacto de Glasgow en el 2021, de mantener el aumento de la temperatura global promedio por debajo de los 2 °C en relación con los niveles preindustriales, idealmente 1,5 °C.
La expansión energética de tales “bombas” producirá el equivalente a una década de emisiones de gases de efecto invernadero de China.
Son 195 proyectos que generarían cada uno, como mínimo, un billón de toneladas de dióxido de carbono a lo largo de su vida útil y consumirán el presupuesto global de emisiones.
El 60% de estos proyectos ya empezaron. Estados Unidos, Canadá, Australia, Oriente Medio y Rusia están dentro de los países con mayores planes de expansión, liderados por empresas como Qatar Energy, Gazprom, Saudi Aramco, ExxonMobil, Petrobras, Türkmengaz, TotalEnergies, Chevron, Shell y BP.
El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático reportó en marzo que las emisiones deben reducirse a la mitad de aquí al 2030 si la humanidad quiere mantener la oportunidad de “un futuro habitable”.
La Agencia Internacional para la Energía publicó en el 2021 un estudio en el que concluyó que para llegar a cero emisiones netas en el 2050 ningún yacimiento nuevo de carbón, petróleo o gas natural debía ser explotado.
La University College de Londres determinó en el 2015 que la mitad de los yacimientos descubiertos de petróleo debían permanecer bajo tierra para bajar las emisiones significativamente, así como un tercio de los depósitos de gas natural y el 80% del carbón.
Pareciera existir, por tanto, una disociación entre las promesas de reducir las emisiones, hechas en la COP26, y las acciones concretas, pues se echan a andar proyectos contrarios a los compromisos climáticos y a la realidad que nos acecha a la vuelta de la esquina.
Otras investigaciones, como la de la Universidad de Melbourne, llevada a cabo en el 2021, indican que el cumplimiento de las promesas conseguiría mantener el aumento de la temperatura en menos de los 2 °C, específicamente limitándolo a 1,9 °C.
A lo anterior hay que sumar la guerra en Ucrania y la dependencia europea del gas ruso, circunstancia que ahora se quiere utilizar no para perseguir con mayor determinación la transición hacia energías limpias, sino para buscar la autonomía energética mediante combustibles fósiles.
El desenlace probable parece cercano a la teoría de Gaia del profesor James Lovelock, con la tierra como un superorganismo autosuficiente y autorregulado que por sí mismo logrará sobrevivir y desprenderse de los males y daños causados durante el Antropoceno.
Para la humanidad, en cambio, el diagnóstico es reservado. El conocimiento sobre los efectos del cambio climático no ha calado con la urgencia esperada, y el tiempo se agota aceleradamente.
Gran parte de los ciudadanos del mundo, sumidos en crisis económicas y otras dificultades de la vida cotidiana en apariencia más urgentes, delegan estos problemas etéreos y lejanos en sus gobiernos, esperando lo mejor. Otra parte, la de los científicos y activistas, procura influir en estos gobiernos hacia el cambio, y en ellos está la esperanza.
La autora es abogada.
