En tiempos de manipulación sofisticada, decir la verdad es un acto profundamente revolucionario. Y construir una política basada en la verdad es el primer paso para restaurar la confianza pública
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Por Ferdinand von Herold
En una democracia como la costarricense la verdad no es un lujo ni una virtud ornamental. Es un pilar estructural sin el cual la deliberación pública se podría convertir en una farsa y la ciudadanía en rebaño. La política, como ejercicio colectivo del poder, exige un mínimo de sinceridad para que los pactos sociales, las decisiones comunes y la confianza pública tengan algún sustento. Sin verdad, no hay posibilidad de distinguir entre el interés general y la conveniencia privada disfrazada de bien común.
Sin embargo, la mentira ha sido históricamente una herramienta de poder. La manipulación de los hechos, la exageración emocional, las promesas imposibles y la tergiversación de datos no son simples errores: son técnicas deliberadas que buscan conquistar voluntades, alimentar resentimientos o fabricar enemigos.
Cuando se normaliza la mentira como estrategia de acción política, la democracia se degrada hasta convertirse en un teatro de sombras. Mentir en política no es solo faltar a la verdad; ello fractura la confianza que hace posible que el pacto democrático subsista. La mentira instala la sospecha como norma, genera una ciudadanía cínica y mal informada y abre el terreno para los liderazgos autoritarios que prometen orden ante la confusión.
El uso sistemático de la mentira y la desinformación tiene implicaciones profundas. Por un lado, debilita la deliberación racional y, por consiguiente, las decisiones públicas ya no se basan en argumentos, sino en emociones manipuladas. Viene a deslegitimar las instituciones: sembrando la idea de que nadie dice la verdad, lo cual erosiona la credibilidad del Estado y sus actores legítimos.
Más grave aún, polariza y fragmenta al colectivo al crear “verdades alternativas”; cada grupo vive en su burbuja de certezas, inhabilitando cualquier encuentro democrático real. De esta manera se desinforma a los ciudadanos quienes ya no tienen acceso a hechos verificables, lo que podría afectar su decisión para ejercer su derecho al voto de manera libre y consciente. Por ello, la sanidad democrática pasa necesariamente por una ética de la verdad pública.
Esto no significa idealizar a los políticos como seres puros o infalibles, sino exigirles responsabilidad. La ciudadanía debe tener acceso a la información veraz, clara y oportuna. Los liderazgos auténticos no se construyen sobre el engaño, sino sobre la integridad, la transparencia y el respeto por la inteligencia colectiva.
La sociedad bien informada, lejos de la mentira en la política, es un acto de defensa cívica. Significa exigir rendición de cuentas, fomentar el pensamiento crítico, proteger el periodismo independiente y educar para la ciudadanía. Significa, también, reconocer que la democracia no se sostiene solo con votos, sino con verdad compartida.
En tiempos de manipulación sofisticada, decir la verdad es un acto profundamente revolucionario. Y construir una política basada en la verdad es el primer paso para restaurar la confianza pública y contribuir a evitar que la enfermedad dañe el cuerpo de la democracia.
abogadoscr@yahoo.es
Ferdinand von Herold es abogado.
El uso sistemático de la mentira y la desinformación tiene implicaciones profundas. Por un lado, debilita la deliberación racional y, por consiguiente, las decisiones públicas ya no se basan en argumentos, sino en emociones manipuladas. Imagen: Shutterstock (Shutterstock/Shutterstock)
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