
Cada febrero, el país celebra el inicio del curso lectivo mostrando cifras de matrícula y fotografías de aulas llenas. Pero detrás de la planilla docente más grande de Costa Rica se esconde una paradoja: mientras las maestras de primaria cargan con aulas estables y numerosas, los profesores de secundaria enfrentan decenas de grupos que se vacían silenciosamente a lo largo del año.
Según la planilla oficial del MEP a febrero de 2025, existen 15.929 docentes de primaria, de los cuales 1.425 están en escuelas unidocentes. Al excluir esas plazas, los maestros de primaria regular atienden, en promedio, 26 estudiantes por aula. La cifra no es una abstracción: se sostiene constante de febrero a diciembre.
Una maestra de primer grado con 25 niños suele llegar con todos ellos al final del curso. Su tarea no se limita a enseñar contenidos: acompaña la vida de cada estudiante, imparte cuatro materias básicas y asume, además, un rol social y administrativo que trasciende el aula.
En secundaria, la foto es distinta. Los ratios arrancan con 17 alumnos por docente en la modalidad académica y solo 13 en la técnica. A primera vista, parecen cifras holgadas. Sin embargo, un profesor de Matemática puede tener 200 o más estudiantes en cinco o seis grupos distintos. El número por aula es bajo, pero la carga total es desbordante: planeamiento duplicado, decenas de evaluaciones, vínculos pedagógicos dispersos. Y, además, el año no se sostiene como en primaria.
De los 224.000 estudiantes que arrancan la secundaria académica, miles son excluidos en el camino. No hablamos de deserción voluntaria, sino de exclusión estructural: jóvenes que dejan de asistir con regularidad, que se desconectan del proceso o que se topan con un muro de repitencias. Así, el promedio de 17 estudiantes por docente en febrero puede caer a 15 o menos en diciembre. El aula se vacía, pero el profesor permanece con la misma cantidad de grupos asignados.
La paradoja es reveladora. En primaria, la carga es intensiva: un grupo estable de 25 o 30 estudiantes, sostenido con cercanía y constancia. En secundaria, la carga es extensiva: menos estudiantes por grupo, pero muchos más en total, con un contacto pedagógico fragmentado y debilitado. Y en las escuelas unidocentes, donde el promedio es de 14 alumnos por maestro, la dificultad no está en la cantidad, sino en la soledad estructural y en la multiplicidad de funciones que un solo docente debe asumir.
Este retrato nos conduce a una conclusión incómoda: el problema no está en la cantidad global de docentes, sino en la equidad y en la eficiencia de su distribución. Sobrecargamos a maestras de primaria en centros urbanos grandes. Infrautilizamos a docentes de secundaria técnica cuando los grupos se reducen por la exclusión intranual. Mantenemos miles de plazas unidocentes que requieren un rediseño pedagógico y comunitario, no un ajuste contable.
Lo más grave es que, como país, seguimos sin saber con precisión cuántos niños que inician en una escuela unidocente logran graduarse de secundaria. Cuántos de ellos alcanzan la universidad. Cuántos se pierden en un camino que la estadística oficial apenas insinúa. Medimos la matrícula de febrero, pero no medimos la continuidad real. Esa es la gran deuda: no seguimos la vida de los estudiantes y, sin ese seguimiento, todo análisis de eficiencia docente se vuelve una verdad a medias.
Costa Rica necesita un sistema nacional de trazabilidad estudiantil que permita seguir a cada generación desde preescolar hasta la educación superior. Necesitamos saber qué porcentaje de egresados de primaria llega a noveno año, cuántos logran graduarse y cuántos continúan estudios superiores. Un mapa vivo de continuidad educativa que desnude la exclusión escolar sin maquillajes y que obligue al Estado a responder por cada niño y cada joven.
La primaria sostiene el peso del país; la secundaria lo va soltando en el camino. Seguir discutiendo solo ratios globales es una forma de engañarnos. El llamado es urgente: no basta con contar estudiantes en febrero. El reto es que lleguen a diciembre, que logren graduarse, que crucen la puerta de la universidad o de la educación técnica. Solo así podremos decir, con la frente en alto, que la escuela pública cumple su promesa de ser la gran igualadora de oportunidades en Costa Rica.
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Rafael Mora Goñi es educador.